Por Alejandro Cánepa
Audios, videos y memes: el tema inédito de The Doors, una ponencia sobre biología molecular y un comunicado de la AFIP. Todo mezclado con imágenes de gatitos, chismes, selfies e imitaciones de famosos, mientras se multiplican las opciones de restaurants y de películas para ver, las recetas de cocina, las mascotas en adopción... ¿Cómo y qué seleccionar?
Dos libros recientes, Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos (FCE), de Michael Bhaskar, y Curacionismo. Cómo la curaduría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás), de David Balzer (La Marca Editora) plantean si, efectivamente, todos nos volvimos curadores y si la curaduría –formas de organización sujetas a la función estética, que agregan valor– dejó de ser algo que solo le importa al mundo del arte. ¿Estamos frente a un cambio de paradigma que perdurará?
Balzer se refiere a la curaduría que vivimos día tras día; situaciones a pequeña escala en las que se nos presenta “una experiencia total, una variada selección de ítems curados, cuya organización (...) constituye una ampliación de su valor, junto con la de la marca que representa”. El autor menciona a cadenas de supermercados como Trader Joe´s, ejemplo del “aura de lo curado en la vida cotidiana”. Al entrar a ciertos lugares (menciona otros ejemplos de consumo minorista, como las emblemáticas tiendas de muebles IKEA, pero podríamos agregar los paquetes y contenedores de Apple), se promete “ciertos alimentos y no a otros, así como cierto estilo, que comprende el diseño del envoltorio, la geografía de la tienda y la personalidad de sus empleados”. Es lo que, comúnmente, llamamos márketing. Para Bhaskar,“sin importar cómo la llamemos, la curaduría ya está aquí”.
Todos los caminos conducen al curador
Tanto Bhaskar como Balzer rastrean el origen del término, que surge en la Roma antigua. Por entonces se designaban “curadores” a funcionarios encargados de obras públicas. De la ciudad imperial, el término pasó al Cristianismo antiguo y ya la Regla Pastoral del Papa Gregorio I, en el siglo VI, establecía que el sacerdote católico se dedicaba a la “cura de almas”, aunque “curar” era entendido como cuidar y custodiar.
Los Wunderkammer, esos gabinetes de madera que en los siglos XVI y XVII encapsulaban elementos curiosos y generaban un microcosmos con elementos que podían ser desde caparazones de tortugas exóticas a antiguas monedas de Siam, anticiparon la figura del curador de arte, dando orden al caos. Uno de los ejemplos actuales de esa puesta en el espacio es el Mazumiyet, el Museo de la Inocencia de Estambul, basado en objetos educidos de la novela de Orhan Pamuk. Tan luegoesos gabinetes de curiosidades son, según Balzer, los verdaderos precursores del curador contemporáneo, esa ecléctica mezcla de aficionados y profesionales, comprometidos con el conocimiento y cuidado de los objetos. Curioso y curador, además, comparten la misma raíz latina, que connota “custodia e interés”.
Si bien la idea de curaduría supo ser exclusiva del ámbito artístico, su uso se derramó hacia todo tipo de actividades. La tradicional ganó fuerza en los 60 y 70, señala Balzer, cuando el arte demandaba una figura que otorgase sentido a las cosas, como defensa ante una escena cada vez más obtusa. Había, sostiene, demasiados artistas, movimientos, muestras y debates, “¿quién se encargaría de analizarlos?”.
Así, en los años 90 la figura del curador llega a su apogeo y pasa de ser un “amateur emprendedor excéntrico”, a una “necesidad profesional”. En esa misma década empezó una extendida “época curatorial”: la práctica invade la cultura popular, en especial, el mundo del consumo. “Las instituciones y empresas confían en otros, a menudo acreditados como expertos para cultivar y organizar cosas en una expresión (...) y cotejar varias audiencias y consumidores”. Y nosotros, como consumidores, cultivamos y organizamos también nuestras identidades.
Si curar es seleccionar algo, ponerlo en contexto y agregarle un valor (monetario o no), son acciones de curaduría tanto lo que propone la japonesa Marie Kondo, con sus métodos relajantes para ordenar objetos domésticos, y la manera en que un broker que filtra y procesa información para sus clientes sobre las distintas bolsas.
La información circulante es infinitamente mayor que las posibilidades de absorberla: el desarrollo tecnológico –Internet mediante– y económico aceleró ese proceso. Si elegir siempre es renunciar a algo, ¿cómo tomar esa decisión en un contexto donde cada elección implica descartar una cantidad cada vez mayor de alternativas? Están, por un lado, los expertos que aconsejan sobre tragos, decoración y gastronomía, cómo disponer en una vidriera un producto y de qué forma iluminarlo –el arreglo de vidrieras fue una de las incursiones iniciales de la curaduría en el mercado de consumo–.
Y está también el famoso algoritmo que, en base a nuestras elecciones previas, arma sugerencias supuestamente “personalizadas”. Natalia Zuazo, autora de Los dueños de Internet (Debate), sostiene que “la curación algorítmica del mundo, sea a través de Facebook o Google, te pone unas anteojeras para ver la realidad”. En diálogo con Ñ, Bhaskar denomina “curaduría escasa” a la creada por estos algoritmos y cree que no siempre puede llamársele “curaduría”, dado que “opera automática o semiautomáticamente, por lo general sin comentario o explicación alguna de sus procesos”. De todos modos, la incidencia de esos mecanismos no es para despreciar: tal como hace un curador, seleccionan, organizan y crean valor (para las empresas que los crearon y para las que anuncian en ellas) con la información que difunden. Quien sea usuario de plataformas como Netflix, por ejemplo, habrá recibido en su mail sugerencias, que suelen resultar ingenuas pero funcionan como ayudamemoria. Lo mismo ocurre con la música de Spotify y las emisiones radiales: ya no hay DJs, solo curadores.
Por fuera de la apropiación por otras actividades, el rol del curador artístico aún tiene un papel especial. El gran dibujante Eduardo Stupía, durante décadas diseñador gráfico, dice: “Curador es quien demarca su zona de exclusión, donde ingresan los artistas que elige para formar su propio canon”.
Además, Internet y la masificación de las computadoras y dispositivos expandieron los requisitos y competencias gráficas, al simplificar y masificar el diseño. La globalización creó nuevos cánones multiculturales, desde la gastronomía hasta la indumentaria. Confrontado con la multiplicación de opciones, el mercado funda la competencia en la distinción de sus bienes. Y de sus consumidores.¿Es demasiado aventurado afirmar que lo comercialmente “pobre” está definido por la falta de curaduría?
En las redes, cada uno aprendió a elegir qué muestra de sí y de qué modo; estamos habituados a postear fotos con filtros, encuadres cuidados de lo que comemos, leemos o vemos en el teatro, de lo que encontramos en la calle o del rincón especifíco de nuestra casa: un balcón florecido, un mate iluminado por el rayo de sol, una taza humeante. Curamos nuestras cuentas online; y es una manera de curar la imagen ofrecida al mundo. La exportación del término “curador” hacia otros ámbitos también obedece al deseo de volcar el prestigio del arte a otros campos, como si al tomar una palabra clave de un ambiente se incorporaran además los valores sociales de este. Y quizá esa extrapolación también permita, en un mundo rebosante de signos, que cada uno presuma de su identidad según cómo “cure” su alrededor. “Piensas que no existes si no eres diferente de todos los demás”, dice la directora de bienales artísticas Carolyn Chistov –Bakargiev en el libro de Balzer–. Así, nuestras listas en Spotify, muros de Facebook, decisiones de inversión y hasta qué comemos serían cuasi expresiones artísticas, al mismo tiempo que nos posibilitarían cincelar y mostrar una personalidad única, lo que es un deseo ancestral para el que no parece haber cura.