Hay buenos libros y hay libros malos; hay libros lindos y hay libros feos. Son cosas diferentes; hablamos de textos y de objetos. Así, se mezclan las categorías y suele haber –y es una lástima, un descuido imperdonable– muchos buenos libros feos, y a veces por obra y gracia del diseño, pésimos o mediocres libros muy bellos. Pero en general, la regla es la homogeneidad negativa: malos libros feos importables que se te caen de la mano de aburrimiento y vergüenza. Claro que a veces se da la buena, la mejor ecuación, y el libro es bueno y es hermoso a la vez. Y no sólo eso: pasa que los dos conceptos caros a Platón resultan inseparables. El resultado estético es un efecto directo del concepto, el qué dice es inseparable del cómo se muestra.
Este es el caso de El libro de los colectivos –“Buenos Aires City Bus” en la bajada bilingüe–, un objeto precioso. Se trata de un cuadrado ladrillito de 240 páginas de papel ilustración pesado y pasado de colores, poco más grande que un CD, manuable y sólidamente manipulable, diseñado con amor e inteligencia, lleno de cosas, generoso de imágenes y de ideas. Libro de arte, libro de historia, libro objeto y libro conceptual. Todo junto y bien, discriminado, completo, exhaustivo. De un buen gusto infalible y responsabilidad repartida en rubros clave: la idea original de Julieta Ulanovsky; el diseño, de la misma Julieta con Valeria Dulitzky (Estudio ZkySky); las fotos minuciosas de “las unidades” por dentro y por fuera, de Inés Ulanovsky; las históricas, de Museo del Colectivo y los coleccionistas; los textos analíticos del colectivólogo mayor de estas pampas urbanas, Carlos Achával, y el soporte del sello la marca editora, que con El libro de los colectivos engruesa la colección Registro Gráfico, “registro documental de los imaginarios locales de interés universal” según Guido Indij, el responsable editorial.
Hay hallazgos brillantes. El primero y definitivo, que el colectivo, su estética, sus colores, su diseño, saturan el libro desde la tapa; todo se utiliza para ilustrar y numerar. Y, sin embargo, más allá de las fotos históricas y los perfiles esquemáticos que marcan los pasos de la evolución vehicular, no hay una sola imagen de un colectivo entero y en funciones... Minga de costumbrismo, de lugares comunes del comentario y la ilustración. El colectivo no está visto desde la parada ni enfilado en la terminal, ni se lo ve pasar. Tampoco hay gente –pasajeros– ni choferes. Es el objeto puro, detenido, expuesto al análisis minucioso, detallado, revelador de secretos evidentes.
La cámara se ha acercado al máximo para registrar el detalle minimalista de pintura o decoración; el filete rebuscado como una gárgola de catedral o el espejito del habitáculo del chofer trabajado como la voluta del borde de un púlpito barroco. Los analíticos de un lateral de carrocería, planos y rayas que separan campos y valores cromáticos geométricamente distribuidos, remiten a Mondrian; las inscripciones intencionadas en letra gótica, a los carros jactanciosos, ancestros suburbanos de tradición porteña. Lo universal y lo típico.
Sometido a un auténtico desarmadero, el colectivo es desglosado en partes y micropartes significativas que vuelven a ser ensambladas en otros contextos –mosaicos para armar composiciones múltiples– o dispuestas enseries, variaciones sobre un mismo motivo: caballitos rampantes, vírgenes, escarapelas, gardeles, accesorios, números, marcas, advertencias, diez versiones del logo empresario que reproduce el mapa de la Antártida... Todo significa y resignifica sometido a inventario y montaje.
El despliegue gráfico queda balanceado, emparedado, entre una pormenorizada Historia de arranque y un imperdible Glosario del final. El libro de los colectivos se puede abrir en cualquier parte. Concebido tanto para ser atesorado en casa como sacado a pasear y leer sentado en la ventanilla de un asiento soleado de un colectivo cheto como el 152, también puede leerse sin esfuerzo de parado en el pasillo siempre repleto del 24 que va a Avellaneda.
Eso sí, como siempre: mire atrás al bajar.