por Brenda Caletti
Vivimos en el curacionismo desde la década del 90; una práctica que convirtió la expresión del gusto, el conocimiento específico, la garantía de valor, la selección y disposición de las obras, el acercamiento con los diversos actores socio-culturales, la imagen de las instituciones, la escritura y la conectividad entre los mercados, el turismo y la cultura, entre otros, en una forma de pensamiento dominante a tal punto que consiguió salir del ámbito artístico para instalarse en la cultura popular, sobre todo, en el consumismo. Porque ya no sólo los museos, las galerías, las bienales o las ferias pretenden atraer al público mediante el arte e, incluso, perpetuar la experiencia desde los audioguías, las pantallas interactivas, los folletos o las tiendas de recuerdos, sino también establecimientos tan ajenos como bancos, comercios, marcas de lujo y multinacionales que buscan amalgamar la cotidianidad laboral con los clientes. ¿Cómo sucedió? ¿Qué rol desempeña exactamente el curador? ¿Cómo influye su ascenso en relación a los artistas, críticos, dealers, coleccionistas o directivos? ¿Cuáles son las problemáticas actuales del fenómeno?
Para analizar semejante panorama complejo, el crítico, editor y profesor de arte canadiense David Balzer se vale de ejes que atraviesan las cuatro partes del libro. Uno de los más importantes es el cambio producido en el lenguaje por cierta tensión en el uso de curar como verbo, sustantivo y adjetivo. Por este motivo, el autor realiza una cronología desde la raíz latina (= a cuidado o custodio) hacia el pasaje en conocedor y, por último, en estrella (o porno). Se trata de un término tan amplio que reúne a los encargados de los departamentos de obras públicas durante la época romana, a los responsables de organizar los repositorios de la Royal Society de Londres, a los constructores de marcas personales a través de vestuario en tanto celebridades o políticos, por ejemplo, a los portavoces de organismos de arte, a la tendencia de cierta sensibilidad curatorial sin la participación de un experto sino a cargo de empleados de dichas instituciones o la designación de celebridades desde los organismos para aportar “valor” como Madonna quien, a su vez, convocó a las cantantes Katy Perry y Miley Cyrus para seleccionar arte en la exposición de derechos humanos Art for Freedom.
Semejantes transformaciones se desarrollaron en paralelo con algunos movimientos artísticos. El autor subraya el auge de las vanguardias a comienzos del siglo XX con influencias en lo innovador y avant-garde que aumentaba todos los valores de una obra o la fijación por los “ismos” como el futurismo italiano o los ready- made de Marcel Duchamp, y pone especial importancia en el conceptualismo de los años 60, donde primaban las ideas por sobre los objetos. Este viraje se condice con el pasaje de curador custodio a curador conocedor, multidisciplinario e independiente. También articula la estética relacional y el arte participativo con el realce del curador estrella gracias a, entre otros cosas, los cambios en las nociones de artista entendido ahora como colaborador y productor en lugar de alguien individual, de obra como algo en proceso con principio y fin poco claros, de público como coproductor o participante y ya no como espectador e instituciones que prolongan las experiencias de visita para hacer valer el ticket. O el fuerte nexo entre Hans Ulrich Obrist y Marina Abramović (como representante del arte performático) por el trabajo incesante y las búsquedas para otorgarle valor a prácticas creativas efímeras, asegurar el estatus y su canonización.
De igual forma, Curacionismo. Cómo la curaduría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás) aborda algunas de las problemáticas de una profesión que se sostiene en una gran paradoja. Por un lado, desde mediados de los 90 se incrementó la variedad de títulos y especialidades en Humanidades, con la intención de profesionalizar la carrera y con programas curatoriales no demasiado exitosos. Por otro lado, la necesidad de maestrías y posgrados específicos para desempeñarse en cargos que, en la mayoría de los casos, son mal pagos o ad honorem y sólo viables para estudiantes en buena posición económica. Entonces él considera que existe una visión del trabajo que “eleva y fetichiza la descalificación y readaptación profesional”, cuya nueva norma tiene que ver con una trampa donde se estimulan más las ganas de hacerlo que de vivir de eso así como también se facilita a cierta explotación mediante la creencia de que uno hace lo que ama.
Por último resulta muy interesante la pregunta que dispara Balzer “¿cuánto trabajo curatorial realizó usted hoy?”. Como bien señala, uno elige constantemente en la vida diaria desde la ropa que se pone, los alimentos en el supermercado, las compras minoritarias, las actualización en los perfiles de Facebook, Twitter o Instagram como también los datos y fotos en aplicaciones tipo Tinder o Happn, por ejemplo, o qué película o serie consumir a través de Netflix. De esta forma, el curacionismo se convierte en un fenómeno “compulsivo con déficit de atención” donde se almacenan films, playlists, archivos o fotos que uno quizás no vea jamás pero están disponibles en internet de forma interactiva. También se retoma la idea de mostrar quiénes somos a partir de lo que nos gusta, coleccionamos y optamos por exponer. En definitiva, la necesidad de propagar experiencias, acumular “valor” y proyectar una marca propia en todos los campos.
Curacionismo. Cómo la curaduría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás) de David Balzer (2018) editado por La marca editora y parte de la colección Biblioteca de la Mirada.