En "La imprenta y el cambio social", un ensayo que la marca editó el año pasado por primera vez en español, McLuhan se preguntaba, con alguna perplejidad, cómo es posible que durante los últimos 500 años nadie se haya percatado de que la imprenta ha estado ejerciendo una influencia profunda en la percepción, la consciencia, la cognición –el nuevo códice impreso fue visto como, apenas, una forma más conveniente que el códice manuscrito–, y la pregunta vale también para la incipiente, sí, todavía incipiente cultura electrónica –hoy diríamos “digital”–: ¿hasta qué punto somos conscientes de la magnitud de los cambios que se han venido produciendo?
Dice McLuhan: “Las primeras impresiones que genera cualquier proceso parecen tender a oscurecer la etapa en la que se encuentra dicho proceso en la actualidad al proyectar una imagen irreal de éste (...)”.
Es que, usualmente, las nuevas epistemes, cuando despuntan, parecen atentar contra la humanidad toda, y las primeras actitudes suelen ser entonces más apocalípticas que integradas. Así pasó con Platón y sus tan citados reparos para con la tecnología de la escritura –esa amenaza para la memoria–, o con la gente “distinguida” de la era post Gutenberg, para quienes los textos impresos no eran –entre otras cosas– tan duraderos como el pergamino de los códices –soporte que continuó, durante cierto tiempo, ostentando un aura y operando como un signo de distinción– y así pasa y ha pasado también con el mundo académico e intelectual respecto de la cultura digital.
Para el ensayista y actualmente director del programa Saber Juvenil Aplicado de la Unsam, Fernando Peirone, “una de las cosas que pusieron en evidencia la reconversión cultural a la que estamos asistiendo es la incomodidad que generó en la comunidad científica. Hubo filósofos y cientistas sociales que, debido a su rigidez, se sintieron interpelados por la cultura emergente. Por eso algunos filósofos, emulando un heideggerianismo ramplón, estigmatizaron a la tecnología como si viviéramos en un capítulo de Black Mirror”.
Entre las fantasías apocalípticas, una de las más comunes fue la de la muerte del libro impreso. En un momento estuvo de moda anunciar su desaparición. Sin embargo, hoy el libro impreso, lejos de desaparecer, parece haberse revitalizado en buena parte del mundo, mientras que las ventas del libro electrónico han descendido, o se han mantenido estables, como en el caso de Argentina según datos de la Cámara Argentina del Libro, que ha registrado pequeñas variaciones. Tal vez los lectores han empezado a notar lo que han venido advirtiendo distintas investigaciones de naturaleza cognitivista: que uno se concentra más frente al papel que frente a una pantalla, y que la linealidad y la secuencialidad siguen siendo, para adquirir ciertos saberes, más eficaces que la fragmentación y el hipervínculo, que pueden ser, no obstante, más útiles para adquirir otros.
Quizás el error, como sugiere el historiador de la lectura Roger Chartier (ver recuadro), con quien dialogamos –ha venido a la Argentina a participar en unas jornadas que organiza la Unsam–, ha sido considerarlos soportes o tecnologías equivalentes, pensarlos desde una lógica de la dicotomía, como se aprecia, de hecho, en la mayor parte de las notas que se han escrito al respecto: “Libro digital versus libro en papel”, suelen oponer, como si se tratara de una rivalidad casi futbolística –y a veces despierta, por cierto, los mismos fervores o favoritismos.
En este sentido, y en consonancia con el historiador francés, Alberto Manguel re-afirma lo que escribió alguna vez en el prólogo de su libro acaso más célebre, Una historia de la lectura: que entre las dos lecturas no puede haber rivalidad, puesto que operan en campos distintos. “Un soporte de texto nunca es neutro. Leer un texto en una edición impresa no es lo mismo que leer ese mismo texto en la pantalla o en un rollo de papiro”, dice y cita –como siempre– a Borges: “Esa es la ley de Pierre Menard: el texto cambia con la percepción del lector que se deja influenciar por el contexto físico. Entonces los conceptos de ‘mejor’ o ‘peor’ son inútiles: el valor del soporte depende del uso que queramos darle”. Por eso aplicar la idea de progreso a la lectura es, para el director de la Biblioteca Nacional, un “sinsentido”, aunque considera que la lectura digital promueve “cualidades como la velocidad, la inmediatez, la brevedad fragmentaria, la facilidad aparente: cualidades que, quizás no casualmente, son las que promueve la sociedad de consumo”.
En esta dirección, el editor, escritor y sociólogo Hernán Vanoli, asegura que se ha construido una suerte de “ecosistema, regido por las corporaciones, que estimula la gratificación inmediata basada en el entorno digital, que es mucho más sensorial y menos reflexiva, y es afín al espíritu del consumo no mediado y acrítico, lo que reduce en gran medida las posibilidades de imaginar derroteros alternativos para el propio desarrollo técnico”.
Pero esto, desde luego, no ha sido así desde los inicios de la cultura digital. Para Roger Chartier, “la lectura frente a las pantallas se transformó radicalmente en los últimos años. No era la misma cuando aparecieron los interrogantes en cuanto al libro electrónico. Se transformó porque hoy en día son la totalidad de las relaciones sociales las que son digitalizadas: relaciones con las administraciones y las instituciones, relaciones con el mercado, relaciones entre los individuos, con las redes sociales y la redefinición que imponen de los conceptos más clásicos: amistad, identidad, privacidad, censura, odio, espacio público, etcétera”.
Para el historiador de la lectura, no se trata de ninguna manera de la muerte ni de la lectura ni de la escritura –ya que la digitalización del mundo social, dice, requiere como nunca antes el leer y el escribir–, sino que “se trata de una modificación fuerte de las operaciones intelectuales, de la expresión de los afectos, de las experiencias más cotidianas”.
Para Vanoli, autor de Cataratas –una novela cyberpunk en la que aborda, justamente, estos temas–, también se han dado varios cambios en los últimos años, sobre todo a partir del uso de las redes sociales: “La experimentación con la identidad y con el lenguaje, sumados al espíritu de compartir información, fueron reemplazados por consensos combustibles agrupados en torno a lo políticamente correcto donde el disenso y la reflexión son aplanados y trolleados de inmediato”, dice, y agrega que “el tiempo de atención de las audiencias se monetariza conformando una nueva forma de extracción de la plusvalía. No me extraña que pase con tecnologías que en el fondo surgieron de la experimentación militar y del deseo de las líneas aéreas por hacer su negocio más eficiente. Pero el sueño de una internet capaz de fundar nuevas relaciones sociales más abiertas e inclusivas creo que está terminando; lo que queda es un gran escaparate donde además de productos se venden experiencias serializadas de usuarios que nos confirman lo aburridos que son”.
A esos usuarios Tomás Abraham, con quien también dialogamos, no los piensa siquiera como sujetos: “No los veo como personas sino como dispositivos. Los usuarios son eso: usuarios y, como tales, accesorios de un andamiaje del que son una pieza”, dice, y describe algo parecido a eso que Deleuze llamó “máquinas deseantes”: “Sujeto es aquel que puede volver a sí y detenerse un instante. Si no puede hacerlo no decide, no elige. Sólo desea, y como el deseo es infinito y acuciante, deja de ser sujeto, por el sólo hecho de que no ha podido reprimirse. No hay sujeto sin yo, no hay yo sin voluntad, y no hay voluntad con celu”.
Ahora bien, ¿qué deben hacer la escuela, la literatura, la filosofía, en general las humanidades, frente a la emergencia de este sujeto-lector-usuario que parece desentenderse de esa capacidad analítica que –Walter Ong dixit– ha promovido desde siempre la cultura impresa, y que ha sido condición de posibilidad de varias disciplinas modernas, como la lógica? ¿Atentan las nuevas formas de leer asociadas, como dice Chartier, a la fragmentación, contra la filosofía, por ejemplo? Tomás Abraham lo niega y polemiza: “No sé lo que dice Chartier, pero sé lo que escribe Michel Serres, un hombre tan o más intruido que el historiador de la lectura”, dice. “Serres está encantado con Pulgarcita, el nuevo dedo del siglo XXI. ¿Filosofía contra cultura digital? ¿Y Pan Rayado, mi blog, en el que escribí unos mil textos de filosofía? ¿Y mi sitio en Facebook, en el que escribo textos día por medio?”. Para el autor de Shakespeare, el antifilósofo lo que, en realidad, atenta contra la filosofía “es el soberbio desconocimiento de los que inventan falsas alternativas, y de todos los que pregonan una cultura rápida, y de todos los pendeviejos de la pedagogía que adulan a una supuesta juventud, y de todos los que no pueden sentarse a leer porque les suena el celular”.
En cualquier caso, y retomando la pregunta anterior –es decir, cuál podría ser una actitud deseable que se podría adoptar desde las humanidades o la escuela en su struggle for life–, lo cierto es que permanecer indiferentes ya no parece ser una opción demasiado seria, y ni siquiera una opción posible. El problema, en parte, es ver de qué manera se incorporan tecnologías cuyos efectos –cognitivos, perceptivos, incluso ontológicos, ideológicos– en gran parte todavía desconocemos.
En relación con la literatura, Vanoli dice que “la experiencia propiamente literaria es compleja: no se limita al texto, desde luego, pero tampoco puede acontecer sólo en un libro, y en toda la parafernalia técnica y emocional que rodea al libro”. El autor de Cataratas plantea lo que podría ser un posible programa estético: “Creo que la literatura siempre puede vampirizar a la técnica y ejercer una crítica sobre sus derroteros y sus modos dominantes de apropiación”, dice. “Pero al mismo tiempo, no puede hacer como que no pasó nada, y mucha literatura simula que la digitalización de la experiencia nunca aconteció, entonces se convierte en un artefacto kitsch de manera involuntaria”. En los últimos años, no obstante, hay que decir que ha empezado a despuntar y acaso afianzarse otra literatura que incorpora, de algún modo, esas experiencias “digitales”: es el caso de autores como J.P. Zooey, Pola Oloixarac, Nicolás Mavrakis, el mismo Vanoli, o Sebastián Robles, entre otros.
En cuanto al resto de las Humanidades, todavía suele haber aún muchas resistencia. Sin embargo en Argentina desde hace algunos años existe una asociación de Humanidades Digitales –un proyecto que acaso seduciría a McLuhan– que ha venido sumando cada vez más adeptos y que puede ser sintomática de la dirección que tomarán en el futuro las “ciencias del espíritu”. Hace pocos días, esa asociación ha realizado el primer congreso internacional y su vicepresidenta, la doctora en filología románica Gimena del
Río Riande, explica que “básicamente se trata de una aproximación al mundo de las humanidades a través de herramientas y metodologías que no le son propias y que apelan al medio digital. El adjetivo ‘digital’ las modifica en la medida en que permite llegar a conclusiones a las que jamás hubiésemos podido arribar sin estas herramientas y metodologías. Lo bueno es que esta aproximación no invalida de ningún modo las más ‘tradicional’, centrada en la ‘lectura cercana’, sino que la enriquece”.
Esa “lectura cercana” a la que se refiere Gimena es, por cierto, parte del aparato conceptual de Franco Moretti: un crítico italiano que aplica procedimientos informáticos al análisis literario. En su libro Distant Readings, opone a esa lectura cercana –la habitual, digamos– una “lectura lejana”, panorámica, que consiste, por ejemplo, en analizar a Shakespeare y los autores isabelinos a través de softwares que permiten encontrar ciertas regularidades, palabras claves, repeticiones, estructuras recurrentes, y que permiten trabajar, no sólo a partir de los textos canónicos, sino también con la parte del volumen de literatura que se desconoce, es decir, el 99% restante.
Pero vayamos al último punto: la escuela. Acá la división entre “apocalípticos” e “integrados”, para retomar la dicotomía planteada por Eco, está muy marcada: hay muy pocos grises. La tecnología suele aparecer o bien como la panacea que va curar todos los males –es la visión tecnocrática de este gobierno o, también, como dice Tomás Abraham, de “los pendeviejos de la pedagogía”–, o bien como una intrusión idiotizante que contribuye a la degradación de eso que Sartori llama homo videns.
Entre ambos extremos, Alberto Manguel trata de buscar un equilibrio: “El sistema educativo incorpora por cierto la tecnología electrónica, pero sería peligroso que la educación dependa sólo de una tecnología. El impreso es más adecuado al ejercicio de la memoria y debe seguir siendo utilizado, por supuesto, junto con las otras tecnologías”, dice, y luego se refiere al proceso de digitalización que está llevando a cabo en la Biblioteca Nacional: “Estamos identificando en el fondo documental de la Biblioteca áreas prioritarias a ser digitalizadas y nos proponemos avanzar con los fondos de bibliotecas provinciales. Quiero que la Biblioteca Nacional ofrezca sus servicios a todas las bibliotecas de la República”. Pero advierte, tal vez a modo de mensaje al Gobierno, que “para cumplir con esta tarea necesitamos más presupuesto”.
Ahora bien, volviendo al tema de la escuela, el ensayista Fernando Peirone augura un futuro prometedor: “La escuela es una de las instituciones modernas que más chances tienen de sobrevivir en la sociedad red. ¿Por qué? Porque su matriz es naturalmente comunitaria”, dice. “De hecho, la escuela reúne más condiciones estructurales para favorecer procesos cognitivos de tipo vigotskianos –es decir, basados en la experiencia social y la interacción– que cualquier otra institución moderna. Lo cual no es menor, porque si hay algo que caracteriza a la sociedad red, son precisamente las prácticas colaborativas”.
Sin embargo, y a pesar de que, en efecto, en el futuro haya que trabajar en la dirección que plantea Peirone, por ahora lo que se suele observar es casi todo lo contrario: mónadas aisladas, alienadas y enfrascadas en el Mario Bros, el Facebook o el WhatsApp: “videoniños” que no utilizan la tecnología, sino –como propone Vanoli– que son utilizados por ella y, por tanto –en el fondo es lo mismo–, por la sociedad de consumo y el mercado. Y claro: por los “pendeviejos”, obviamente, también.
Por Gonzalo Santos