Hola, ¿cómo estás?
Hay algo que me incomoda en la indicación: “Hacé algo, no te quedes mirando”. Que surge por lo general ante alguna situación apremiante, por lo que suele enfatizarse con signos de exclamación para así sonar más perentoria: “¡Hacé algo, no te quedes mirando!”. Supongo que me incomoda en razón de mi propensión natural a ser de los que se quedan mirando, esperando, en todo caso, que algún otro aparezca y haga algo: haga eso que se supone que hay que hacer, en vez de meramente mirar. De ahí tal vez que me complaciera, como me complació, el planteo formulado por Jacques Ranciere en El espectador emancipado, cuestionando resueltamente la antinomia entre mirar y hacer, con privilegio convenido para el hacer y en desmedro del mirar, para tratar de dilucidar en cambio en qué sentido y de qué manera el mirar puede ser también un hacer. No un impulso para hacer, no el motor que nos mueve a hacer, sino un hacer en sí mismo.
Queda claro que hay circunstancias que reclaman por completo un hacer y en las cuales no basta mirar; para el caso, por ejemplo, donde Lenin escribió ¿Qué hacer?, no cabría escribir un ¿Qué mirar?: sería una variante demasiado endeble. Pero por fuera de tales circunstancias, que no son por definición las de siempre, vale considerar un enfoque como el de Ranciere: no reducir la contemplación a una pura pasividad inerte, no aplastarla en la completa inacción, y por ende en una especie de acedia. Nuestra relación con la realidad del mundo está fuertemente marcada por las formas en que lo percibimos, por lo que se puede efectivamente considerar, tal y como lo hace Ranciere, que no es sino una cuestión política lo que en todo eso se juega. Y así advertir, como permite hacerlo Ranciere, pero antes también el Walter Benjamin de “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, que entre imagen y mirada no se da una relación inmaterial, que no es contraria a “poner el cuerpo”. ¡Si hasta para poder ver el aleph, en una escena antológica de la contemplación más absoluta, el personaje llamado Borges tiene que poner el cuerpo en juego y adoptar una determinada postura, hasta sentir que tal vez se ha puesto incluso en peligro!
El cuerpo quieto y la mirada activa: también es eso lo que ocurre al leer. No sorprende, por lo tanto, que aun sobre la lectura se aplique igualmente el criterio de la inacción, con su correspondiente carga de reproche (explícito o implícito). También del que lee se supone que no está haciendo nada; también al que lee se le pide o se le exige a menudo que haga algo, que deje la “nada” para pasar al “algo” (en una versión intensa de este movimiento, la de Silvio Astier y su madre en El juguete rabioso, hay que dejar de leer para ponerse a trabajar).
La descorporización ideológica de la mirada y de la lectura tiende a prolongarse a su vez en una desmaterialización, no menos ideológica, de la literatura como tal. Se da en las inflexiones de cierta espiritualización, tanto como en la tendencia a relegar las cuestiones vinculadas con el dinero (cuando la lectura es un trabajo, y no lo otro del trabajo, cuando la escritura es el trabajo de alguien, y no su pasatiempo, la omisión de la cuestión del dinero deriva ni más ni menos que en una sobreexplotación laboral de hecho, inclinación bastante extendida por cierto).
Pensar la literatura (y más ampliamente, los libros) en términos de su materialidad más concreta es lo que hace por lo pronto Víctor Malumián en El destino de una caja. Un texto, como hechura puramente literaria, puede desentenderse o, más aún, ofrecer su resistencia a la lógica de consumo del mercado, si tal es la tesitura que un autor prefiere asumir; no por eso suprimirá (ni está a su alcance hacerlo) la inexorable condición de mercancía que cobra en tanto que libro. De eso se ocupa Malumián: de cómo se hacen los libros, cómo se los distribuye, cómo se consigue darles la visibilidad que precisan en medio de la maraña de lo mucho que se publica. Porque la lectura depende, como tal, de propiciar, en términos de materialidad concreta, el vínculo efectivo del lector y del libro, ponerlos por así decir en contacto, que sepan uno del otro, que tengan cómo encontrarse. Editoriales, distribuidoras, librerías, ferias (todas áreas en las que Malumián está directamente involucrado) contribuyen a esa inscripción de la lectura en el plano de la realidad material.
Claro que esa vieja tecnología, tan persistente por cierto, que es el libro, se ha diversificado contemporáneamente en otros soportes de lectura. Que, incluso si son virtuales, no dejan de convocar empero una dimensión material de la lectura: la del cuerpo y la mirada. Y así como Benjamin se ocupó de considerar, hace ya casi noventa años, qué pasaba con el ojo y con los estímulos del ojo en quien se ubica frente a una pintura o en quien se ubica ante una película en el cine, la lectura admite una interrogación de ese mismo tipo (material, fenomenológica) de lo que hacemos hoy por hoy cuando leemos.
Patricio Pron se lo plantea en la primera parte de No, no pienses en un conejo blanco. Y se lo plantea en términos de temporalidad, en términos de velocidad. Toma en cuenta a Paul Virilio y sus hipótesis sobre modernidad y velocidad, no menos que los antecedentes, numerosos por cierto, sobre el afán de lectura veloz (los cursos y sus respectivas técnicas para poder leer más rápido, más rápido, más rápido). ¿Qué ocurre con la lectura, en términos de la materialidad concreta de los ojos que se posan en un objeto y lo recorren, en las condiciones que en la actualidad alientan las prontitudes, en la manera en que tales o cuales dispositivos alientan o desalientan la posibilidad de concentración de lectura? ¿Qué ocurre entre la velocidad y aquello que en la lectura bien puede tener que ver más que nada con la lentitud, con la recapitulación, con el detenimiento? ¿Cuál es el tiempo de la comprensión? ¿Cuál es el tiempo del dar o hacer sentido? ¿Cuál es el tiempo de la experiencia de lectura, ahí donde leer es un hacer?
La próxima semana sigue Alexandra, después vuelvo yo.
Hasta pronto.
Martín.