Por Fernando Chiappussi/El Furgón
Aunque no te suene el nombre de Dziga Vertov, si viste alguno de esos clips retro que usan imágenes del cine mudo aprovechando que éste se encuentra en el dominio público (mucho MTV de los ’80 y ’90), seguramente has visto algún fragmento de El hombre con la cámara (1929). Una encuesta reciente lo eligió el mejor documental de todos los tiempos, y el título no le queda grande. Pero ¿es realmente un documental? Su director fue una figura muy especial en los primeros años del cine soviético: una mezcla de poeta futurista, frenético montador y optimista incurable de la Revolución. Sus primeros planos de engranajes en movimiento se convirtieron en una marca registrada y llegaron a influenciar al Chaplin de Tiempos modernos.
Nacido en el seno de una familia judía polaca en 1896, David Kaufman emigró a Moscú y se inventó el seudónimo Dziga Vertov (algo así como “trompo sinfín”) para sus aventuras artísticas. A los 22 años, y apenas uno después de los sucesos de octubre, fue reclutado para participar en los nuevos noticieros cinematográficos que preparaba la industria recién nacionalizada. El cine, que había llegado a Rusia por un capricho de los zares, fue puesto al servicio de las masas por Lenin, que lo veía como un fantástico medio educativo y le dio un lugar de privilegio, acorde con su visión de la tecnología como puntal del desarrollo del país. El joven Vertov construyó todo un ideario alrededor de esta directiva, y su entusiasmo por la ciencia ficción y la poesía se encaminó hacia la gesta de un nuevo cine revolucionario, la empresa de su vida.
Escalando posiciones hasta tener a su cargo la configuración y montaje de los materiales que recibían de corresponsales fílmicos dispersos por la Unión Soviética toda, Vertov fue desarrollando un estilo de montaje rítmico que integraba los escenarios más disímiles, rompiendo con la unidad de tiempo y lugar que el cine dramático había importado del teatro, y tratando de crear nuevos sentidos a partir de la yuxtaposición de imágenes. Así, sus noticieros (Kino-Pravda) fueron dependiendo cada vez menos de intertítulos y guiones predeterminados, y generando un lenguaje propio influenciado por el futurismo, vanguardia artística entonces en boga y que consagraba al movimiento y la mecánica como nuevas musas en el mundo posterior a la revolución industrial (uno de los amigos y mentores del joven Vertov fue el poeta Maiakovski).
En paralelo, Vertov escribía panfletos y manifiestos que, por su virulencia, no tenían nada que envidiarle a los de Breton o el propio Lenin. Su obsesión: combatir el desarrollo del cine dramático o de ficción, al que veía como una rémora de la cultura burguesa, y abogar por la imposición del documental como género expresivo de la Revolución y del “hombre nuevo”. El objetivo de máxima era invertir la proporción entre noticieros y dramas en los programas cinematográficos de la época: que la ficción fuera sólo el “varieté”, y el documental el número principal. Esto le valdría la enemistad de muchos, ya que el cine dramático era el refugio natural de la gente de teatro (como Eisenstein, director de El acorazado Potemkin) y sus presupuestos mucho más abultados; en el documental, actores y escenografías eran innecesarios.
Para mediados de los años ’20, la teoría del Cine-Ojo de Vertov ya estaba plenamente desarrollada y su cine había alcanzado la madurez. Basándose en la experiencia de los noticieros, el cineasta comisionaba corresponsales que documentaban el quehacer revolucionario en toda la URSS, con énfasis en el desarrollo industrial. Recibía esos materiales, algunos rodados por su hermano Mikhail, y los montaba con su mujer Elisabeta Svilova rompiendo todas las reglas de la escenificación tradicional. Así, el plano de un paseante saludando en Riga podía ser empalmado con el de otro “recibiendo” el saludo en Sebastopol; maquinarias de lugares diferentes parecían convivir en una misma fábrica; los materiales de una línea de producción se agrupaban por sí solos, animados por un montaje que dejaba fuera la mano del hombre.
La glorificación de la máquina, y la construcción de sistemas que replicaban las principales actividades tanto urbanas como rurales, eran el métier de los Vertov, que trabajaban en precarias condiciones, en un sótano con piso de tierra (cuya humedad conspiraba contra la adhesión de las piezas de celuloide que montaban), rodeados de ruidos y distracciones constantes. Por fuertes que fueran sus convicciones y hábil su manera de expresarlas, Vertov dependía de la burocracia soviética, y a ésta le resultaba más fácil comprender los planteos de los cineastas de ficción, aunque los films de Vertov fueran tanto o más espectaculares que los de aquéllos. En un punto, su propia argumentación en favor de la economía del documental terminaba jugándole en contra.
Aun así, pudo realizar piezas maestras como ¡Adelante, soviéticos! (1926) o la serie Cine-Ojo(1924), que ilustraban a la perfección la nueva gramática; Vertov había logrado que el cine documental fuera moneda corriente para el público de la URSS mientras al oeste, películas como Nanuk el esquimal (Robert Flaherty, 1922)constituían una rareza. El moderado éxito de estas producciones lo animó a dar un paso más allá: hacer un film que sirviera a la vez su propósito revolucionario preferido (que obreros y campesinos de todas partes vieran qué hacían sus camaradas, fortaleciendo la idea de la propiedad colectiva de la producción) y el de demostrar la importancia y necesidad del Cine-Ojo. Este largometraje iba a incluir a sus hacedores, y en especial al camarógrafo, pieza esencial del nuevo cine-verdad ya que del material que éste obtuviera dependía el tema y la organización del film futuro (al revés que en el cine de ficción, sujeto a un guión previo, que era apenas una imitación de esa realidad).
El hombre con la cámara (1929) resulta así una meta-película que comienza ¡con el público entrando a su propia proyección! Cada escena incluye en algún momento al cameraman que la registra, en un alucinatorio juego de mamushkas, sin argumento ni títulos explicatorios. Vemos las imágenes filmadas, a Mikhail Kaufman registrándolas, y a Svilova en la sala de montaje, trabajando en su organización. Todas las películas del Cine-Ojo, pero en especial ésta, respiran una modernidad superior a la de buena parte del cine que vino después. Sería la última vez en que los hermanos David y Mikhail trabajaron juntos: el cameraman se abrió para filmar sus propios documentales (un hermano menor, Boris, emigró a Occidente y tuvo una gran carrera como operador en películas como L’Atalante o Doce hombres en pugna).
La década del ’30 sería el comienzo del fin para el Cine-Ojo. Vertov hizo la primera película sonora de la Revolución, Entusiasmo (1931), pero en vez de utilizar una sinfonía para acompañar las habituales escenas de masas se dedicó a registrar ruidos mecánicos de todo tipo -otra de sus obsesiones- para componer con ellos la banda sonora. El resultado fue brillante (de hecho, este cronista recomienda acompañar sus películas mudas con música industrial o electrónica), pero para la época fue considerado un gesto “formalista”. Y eso aunque al comienzo del film ¡un pueblo entero desmonta una iglesia y se reparte su mobiliario! Comenzaba a imponerse la estética de lo que luego se llamaría “realismo socialista“, un camino que privilegiaba las historias sencillas y didácticas, y dejaba poco espacio para experimentar. La ficción estaba ganando la partida, aunque Eisenstein también fuera víctima del nuevo orden (por lo menos Vertov no tuvo que hacer una “autocrítica”). Nótese que al mismo tiempo el Código Hays se imponía en Hollywood, con lo cual las industrias de EE.UU y la URSS coincidieron en aplicar un código moral severo para “proteger” a su público, en detrimento de los cineastas.
Ya Tres cantos sobre Lenin (1934) tuvo problemas para terminarse y fue luego remontada (la versión original se cree perdida); a partir de entonces, los proyectos más ambiciosos de Vertovcomenzaron a posponerse indefinidamente, burocracia mediante. La Segunda Guerra Mundial no hizo más que empeorar las cosas: los cerebros de la industria fueron trasladados a Kazakstán por seguridad, él incluido, y la parte de su familia que permanecía en Polonia cayó víctima de la invasión nazi. Para cuando los rusos entraron en Berlín, Vertov ya era un nombre del pasado. Pasó sus últimos años dejando por escrito sus crecientes frustraciones y trabajando en films alimenticios, hasta que un cáncer lo llevó a la muerte en 1954. Su cine fue olvidado durante décadas. Hoy se lo reconoce como un verdadero pionero, adelantado años luz a su época, y cuya influencia se ve en todas partes, desde las trucas del cine argumental hasta el frenesí “clipero” de la publicidad y el cine de acción contemporáneos, que absorbieron sus experimentos en velocidad.
Pero la influencia de Vertov no fue sólo formal. En los años ’60, una serie de cineastas radicales se volcaron hacia el cine soviético en busca de nuevos modelos y el propio Jean-Luc Godard, en plena fase maoísta, decidió esconderse tras un alias colectivo: el de”Grupo Dziga Vertov“. El libro Memorias de un cineasta bolchevique, que Ediciones La Marca lanzó este año con diarios, cartas y artículos del maestro soviético, incluye un apéndice con algunos guiones del Grupo, aunque hay que decir que los franceses imitaban más el rigor programático que las marcas de estilo (difícil imaginar un film menos vertoviano que A letter to Jane, diatriba contra Jane Fonda proferida en off ante una única foto fija de la actriz). El principal aporte del volumen es rescatar los textos teóricos de Vertov, que hacía muchos años estaban fuera de catálogo. La edición argentina, que los toma de una anterior española, tiene más de 400 páginas y el plus de una perdurable encuadernación en tapa dura.