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La tiranía de las series, la identidad en el cine y las taras de la clase media, según Lucrecia Martel

Infobae Cultura reproduce un fragmento de la entrevista del libro “Los cines por venir”, en donde la directora expone sus ideas. “En el cine de industria, es muy necesario que la gente no piense”, dispara Por Jerónimo Atehortúa

Lucrecia Martel, autor de elogiadas películas como ''La ciénaga'', ''La niña santa'' y ''La mujer sin cabeza" (Foto: Luciana Granovsky - Télam S. E.)

 

–¿Ve las series como un movimiento conservador o reaccionario?

–Yo ya hablo mal de las series por afición. Tienen tantos hinchas, que para mí lo que tiene gracia es hablar mal de ellas. No pienso que sean una porquería absoluta, pero sí creo que son un paso hacia atrás.

–El propio criterio desde el que se valoran las series es conservador y viejo. Muchas veces se las exalta para hablar de tópicos desgastados como la psicología de los personajes, su tridimensionalidad, el conflicto central, etc.

–Exacto. Mi rechazo a las series es el rechazo a la tiranía del argumento, que en las series es total. Me dan risa los contraejemplos que me dan para demostrarme que hay series maravillosas, como Black Mirror. ¡Por dios! La organización argumental por capítulos de las series, su matriz productiva, todo eso es viejísimo. Son muy pocas las series en las que se puede ver algo novedoso, me sorprende con la rapidez que fueron legitimadas.

–Creo que la legitimación de las series del último tiempo tiene que ver con el mercado, con el dominio de las plataformas de streaming. Para legitimar su consumo, que ahora es dominante, partieron de legitimar culturalmente sus productos. Antes las series estaban en televisión y ahora, como quieren una suscripción y expandirse al público de cine, han tenido que cautivarlo haciendo que sus productos se sientan como consumo cultural.

–Para mí empezó un poco antes que las plataformas de streaming. La legitimación de las series empezó cuando la industria estadounidense se dio cuenta de que había una crisis en el circuito de consumo ocasionada por la transformación tecnológica, con lo que vieron la necesidad de virar hacia otros dispositivos de distribución. Estos cambios siempre están digitados desde un poder económico que lo homogeniza todo. Veo con preocupación la cantidad de directores jóvenes que en Latinoamérica están intentando hacer series que son un eco de formatos ya vistos y que satisfacen la expectativa que hay de Latinoamérica. El gran ejemplo son los narcos. Todas las series que se están pensando desde Latinoamérica son un papelón, todas quieren satisfacer la mirada que hay sobre nosotros.

–En sus películas y en sus ideas sobre el cine se ve una preocupación por problematizar el lugar de enunciación del cine. En los últimos años, en Latinoamérica, he visto en directores un discurso que percibo como una impostura, pues se sostiene sobre la idea de que un cine político tiene como misión “dar voz a quien no la tiene” o “representar al otro”. Eso parte de lugares comunes e ideas muy controvertibles. Primero está la idea de que hay otro que no tiene voz. Luego se percibe también en ese “representar al otro” un impulso por redimir una mala conciencia no resuelta.

–Estas preguntas nos llevan a una posición política en el cine que no tiene que ver con un partidismo. Toda vez que uno intente perturbar un status quo de la percepción está realizando un acto político. ¿Qué transformación puede generar esto en la sociedad? No lo sé. Y creo que no hay que preguntárselo, hacerlo nos llevaría solo al deseo de matarnos. Hay una gran pregunta con lo que ahora me torturo a mí misma y a mi audiencia cuando doy una charla. Les pregunto cuál es el barrio más pobre de la ciudad en la que estamos. Luego les pido que digan cuántas personas hay en el auditorio de ese barrio. Nunca hay nadie porque lo que yo digo no le está sirviendo a esa gente, de otro modo alguien estaría presente en el público, o se habría enterado.

Por otro lado, el cine está en manos de la clase media y la incidencia de mi trabajo se da justamente sobre esa clase que es la mía, con la que compartimos las mismas tonteras. Pensemos en lo desestimulante que es llegar solo a la gente que comparte la misma forma de ver las cosas. Yo intento ser consciente de ello y creo que mi único aporte al mundo en que vivimos es tener algo de autocrítica, perturbando el orden de ese público que puedo tener. La verdad es que no tengo acceso a otro público, por mucho que intento ir a otros lugares a mostrar mis cosas. Pero me doy cuenta de que mis preocupaciones no tienen nada que ver con las de otras personas que tienen necesidades más urgentes. Quizá ellos necesitan que les digan otras cosas, otros caminos, quizá necesitan sentirse unidos en otros aspectos.

Lo que yo hago es tan solo una gota de agua en el mar. Muchos cineastas creen que fijarse en los demás muestra que tienen buenos sentimientos. Toda la gente trata de sentirse buena. Todos lo intentamos. Yo hago un esfuerzo permanente para saber que estoy del lado de los malos. Más como un ejercicio de la maldad, de no estar en el lugar que me haga sentir bien conmigo misma, porque cuando intentamos mostrar los problemas del otro, normalmente lo hacemos desde la ceguera.

–En el cine contemporáneo hay una gran preocupación por la identidad. Me sorprendió oír a un director citando sus trabajos como referencia, para luego afirmar que el cine es una herramienta de construcción de identidades. En la audiencia todos parecían concordar con él. A nadie se le ocurría controvertir esa idea. Lo cual me generó una gran contrariedad porque pienso que, en su cine y en sus ideas, justamente hay un rechazo de la idea de identidad.

–Obviamente la hay. La palabra identidad es con la que se funda Occidente. La idea de ser alguien, ser una persona. Toda la historia de la modernidad está en tratar de desactivar la idea de comunidad y poner al sujeto y al individuo como único actor de la historia. Lo primero que desestima la idea de identidad es la existencia. Al nacer se es parte del mundo y todo lo que se viva y pase se va a constituir de determinada manera. Si además de las limitaciones que esas determinaciones suponen uno tiene que aferrarse a una identidad, entonces ha caído en una trampa.

La identidad es siempre una construcción, algo en lo que se nos educa (como ser colombiano o argentino, o que uno es bueno porque paga sus impuestos, etc.) pero ¿a qué cosas buenas ha llevado la idea de identidad en el mundo? Solo a delimitar, y esto ha terminado por llevar a la matanza. Si la identidad fuera solo una idea de desplazarnos, no una cosa fija, quizá sería diferente. Si uno pudiese pensarse a sí mismo como algo en tránsito, no tan arraigada, como un barco en el mar, eso incluso impactaría en la forma como concebimos el derecho de propiedad. Pensar en los medios elásticos como el agua o el aire como metáfora nos permite más fácilmente encontrar absurda la idea de límite. La identidad puede ser entendida como algo fluido, siempre en tránsito. Por ejemplo, Zama es una película sobre un hombre que está atrapado en la idea que tiene de sí mismo. La identidad son un montón de arbitrariedades, muchas impuestas desde estructuras mayores. Para mí Zama es una película de liberación, no sobre una dura experiencia.

–En sus películas abundan los antihéroes, como la protagonista de La mujer sin cabeza o Graciela Borges en La ciénaga, o el propio Zama. Estos protagonistas deniegan la identificación cómplice, que suele sentirse con los personajes del cine de Hollywood. ¿Este rechazo a la idea de identidad está vinculado a la denegación de la identificación que hay en su cine?

–Totalmente. La identificación nos hace perder la posibilidad de que surjan otros pensamientos. En el cine de industria, es muy necesario que la gente no piense. En mis películas, la decisión de que no haya una estructura lineal que vaya llevando al espectador tiene que ver con la importancia que le doy a los pensamientos que puedan llegar a surgir en un espectador durante la experiencia de inmersión. Mi intención es no tener dominio sobre esos pensamientos, no direccionarlos, al menos no tan fuerte como en otras películas que no te dan tiempo para pensar en lo que está pasando.

En una película como El día de la independencia no cabe la posibilidad de que un espectador se pregunte por qué una y otra vez los estadounidenses deben exterminar a los extraterrestres, sin intentar ningún otro tipo de comunicación. No cabe preguntarse por qué ellos son los héroes, otra vez les debemos la salvación del planeta. La identificación es clave para impedir estos otros niveles de pensamiento. Eso no significa que pensar sea una actividad que se limita a una actividad fría que sucede en la cabeza, como nos quieren hacer creer. Pensar es algo divertido que se hace con todo el cuerpo.

* Este material se reproduce con autorización de La Marca Editora, que publicó el libro Los cines por venir, de Jerónimo Atehortúa.

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