Por Hinde Pomeraniec 24 de diciembre de 2017
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Me cuesta mucho imaginar que haya personas a las que no les gusta ver cocinar. Me corrijo: me cuesta imaginar que haya personas a las que no les guste ver amasar o preparar las pastas frescas, revolver las salsas, acondicionar un relleno, o que no alucinen con los movimientos de los dedos y los rodillos ni presten profunda atención a los gestos de esos hombres y mujeres que, sencillamente, consiguen darnos felicidad a través del alimento a lo largo de nuestras vidas.
Hace veinte años compro las pastas en el mismo lugar, un local sencillo y familiar en la calle Gaona al 1.800. Me fascina ver cuando estiran las masas sobre las mesadas de madera o espolvorean los ravioles ya recostados en sus cajas, o cuando hunden una palita en un gran recipiente colmado de ñoquis para levantar una cantidad de ellos y pesarlos. O detenerme cada vez que una mano enguantada en plástico transparente levanta como un guinche una montaña de fideos tirabuzón para arrojarlos sobre la balanza.
Hubo un tiempo en el que, en el mismo local, podías matizar la espera con aroma a tuco, trasladando tu cabeza allá lejos en el tiempo, mirando boquiabierto una pantalla que montaba un loop de pastas en donde las lasagnas cedían paso a los capelletis o a los agnolotis y en donde el amarillo, el verde y el rojo se alternaban en voluptuoso arco iris dándonos a los clientes una alegría infantil, casi de cuento…
Casi de cuento como Sabor italiano. Una pequeña historia de los almuerzos del domingo, de Valérie Losa, que acaba de publicar La Marca; un libro ilustrado delicioso para mirar y para leer, que consigue también que el lector se acerque a sus imágenes a través del tacto -por la delicadeza del papel sobre el que se despliegan las imágenes, igual que la rugosidad de la cubierta- y que conmueve al resto de los sentidos, ya que olfato y gusto se desperezan a lo largo de la lectura, de la mano de la memoria.
Valérie Losa nació en Locarno, Suiza, en 1980 y es nieta de italianos. Su libro propone una visita a los tradicionales almuerzos familiares de los domingos -con la copa de vino tinto ahí, a la mano- y también a la historia de los abuelos inmigrantes, y lo hace por medio de narraciones paralelas que se alternan en colores brillantes para la historia presente y en tonos sepia para lo que surge de la memoria familiar, que bucea en tiempo pretérito y en el pueblo de la nonna. En estas últimas ilustraciones, el dibujo adquiere además un registro más realista, opaco y cercano al de las viejas fotografías.
"En la versión original, en italiano, el libro trataba sobre la migración, no solo de personas y de costumbres, sino también de productos orgánicos. Es sabido, en Sicilia los tomates maduran mejor que en Basilea. Esa fue una adaptación que debimos hacer, ya que al leer el libro nos sentimos muy identificados con el tema de las costumbres, las añoranzas, la pasta del domingo. Pero los productos que vienen de Italia para estas costas son ultramarinos, pastas secas, pestos, tomates secos. Otra adaptación curiosa que hicimos fue que en la versión original la familia se reúne en casa el domingo y ponen para ver en la tele una carrera de motos. Para nosotros era evidente que debía ser fútbol y Valerie lo entendió y accedió a redibujar la pantalla", le contó a Infobae Guido Indij, editor de La Marca quien tradujo el texto junto con Constanza Brunet.
Paladar y memoria, aroma a tomates, albahacas y ajos fritos: Sabor italiano es una suerte de álbum familiar que puede leerse también como historia colectiva en países como la Argentina, donde la inmigración italiana se hizo raíz a principios del siglo XX, cuando llegaron huyendo de la miseria y la guerra para "hacer la América". Sobre el final del libro -que, aunque parece un libro infantil, es un hermoso regalo para cualquier adulto-, una serie de recetas de pastas y salsas caseras, delicadas y sublimes, reproducen las indicaciones de multitudes de abuelas que alguna vez llegaron en los barcos y se quedaron para siempre.