Hace algunos años, Jerónimo me invitó a dialogar con él para ser parte de un libro que, según sus palabras, “aún no tenía muy claro de qué se trataba, pero era algo alrededor de la muerte del cine, sin que por hablar de muerte lo demos por muerto“. Me interesó el tópico y luego me encontré en el living de mi casa charlando amenamente sobre mis películas; las que había realizado e incluso las que fantaseaba aún con realizar. En aquel diálogo casi no hablamos de la muerte del cine, sino más bien de la vitalidad que ese lenguaje puede cobrar, pensándolo desde lugares más marginales o desde territorios más periféricos, para decirlo de un modo más elegante. Es decir, desde el feminismo, desde Latinoamérica, desde modos de producción disidentes de la industria o hasta desde una utopía antiespecista.
En aquella conversación, no recuerdo a cuento de qué, Jerónimo me recomendó un libro de Didier Eribon en el que el autor narra su vergüenza de clase, su negación por años a reconocerse provinciano. Calculo que la recomendación vino por mis tendencias o gustos por los decires que incomodan y que no ocultan la violencia del mundo. Como sea, gracias a ese libro descubrí a Annie Ernaux, escritora que ahora está medio de moda, pero que hasta hace un tiempo nadie que no leyera en francés conocía por estas pampas. Ahora es una de mis escritoras favoritas, y el libro de Eribon un lugar al que cada tanto vuelvo porque es una escritura medio híbrida entre el ensayo y la autobiografía y me resulta muy sugerente e inspiradora.
Después de aquel encuentro, tampoco tengo muy claro cómo sucedió: siempre que coincido con Jerónimo por unos meses en la ciudad de Buenos Aires nos encontramos a tomar un café o un vino, y siempre, después de esos encuentros, circulan cataratas de mensajes con recomendaciones de libros y películas o artículos sobre política o filosofía. Libros, artículos y películas que al siguiente encuentro serán tópicos de nuestra conversación. Así, la que se inició con este libro se derramó por años. Algo que es bastante extraño porque, como él muy bien dice, soy una persona más bien misántropa.
Ahí voy.
Jerónimo en su libro me define como una directora paranoica y hasta rabiosa. Si eso lo hubiese escrito otra persona, tal vez hasta me hubiese ofendido, aunque supiera, y sé muy bien, que es la verdad más justa para describir mi cine. Pero en cambio, este autor tiene una capacidad de reflexión y una generosidad para mirar a cada una de sus entrevistadas y entrevistados, que las certezas sobre la narración en el caso de algunos o el modo poético de interpretar la participación cívica de algunas películas y sus autores no puede no solo no ofender u ofuscar, sino que funciona como un prisma para comprender mejor los intersticios, tanto de las imágenes y los sonidos a tratar, como de las palabras ¡y los cuentos! que cada realizador o realizadora se arma sobre su propia obra.
En la introducción de este libro, Jerónimo dice que su primera intención para iniciar el proyecto fue querer entender los procesos creativos de un grupo de cineastas a los cuales él admiraba, pero que al avanzar en las conversaciones se dio cuenta de que tal tarea sería infructuosa o al menos carente de sentido, ya que descubrió en el trayecto que lo que estaba haciendo era formar una mapa o una constelación personal de voces y miradas sobre el cine contemporáneo (yo más bien diría sobre la contemporaneidad). Pero creo que la idea inicial de su proyecto no fraguó -aunque circula en este libro- sobre todo por incumplimiento a la consigna por parte de las y los entrevistados, ya que los y las cineastas, a pura contradicción y opacidad, apenas fuimos capaces de esconder nuestro propósito de ser escuchados. Es decir, de que nuestras películas se entiendan tal como habían sido concebidas.
Ese rasgo, en mi lectura personal de nuestras formulaciones, nos muestra a todas y a todos algo narcisistas e infantiles. Cada una y cada uno en su rollo, tratando de explicar las intenciones por las que hacemos un plano y no otro. Unas tratando de dar cuenta por qué la película es la atmósfera y otros subidos al pedestal del relato. Para unos la política es el modo de producción de la película y para otros es la potencia del tiempo o de la experiencia del hacer con el pueblo. Unos se esconden detrás de la muerte y otros detrás de la memoria. Unos hablan con entusiasmo de los hallazgos y otras con profunda melancolía ante los descubrimientos. Hay claras diferencias entre europeos y latinoamericanos en el modo de vivir el cine. Algunos basan su poética en una dialéctica enrevesada y otros en una glotonería directa. Pero insisto, ninguna (entre las que me incluyo) y ninguno pudo evitar la megalomanía de estar siendo escuchados por un cineasta, en su sentido más cabal de la palabra.
Hay un desvestirse en esos diálogos que solo puede lograr alguien que conoce muy desde las entrañas de lo que se está hablando. Ninguno puede evitar la fascinación de estar siendo escuchados por alguien, capaz de cruzar un texto científico con un documental político y con el rigor intelectual que esa operación requiere, para terminar hablando de la propia obra. O del fracaso mismo que significa para el cine el hecho de que hagamos películas.
A lo que voy con esta trama, es que esa constelación de cineastas que formó Jerónimo, solo puede existir debido a la generosidad con que él observa y se brinda al mundo y por ende al cine. Solo alguien capaz de salirse de su propio sistema de creencias, es capaz de organizar un mapa tan diverso y esotérico. Esotérico en el sentido de lo que se encuentra oculto, aunque también en la acepción de los griegos, aquello que se enseñaba a unos pocos, pero que él lo extiende a muchos, convirtiéndonos en libro. Un libro de autores, como él mismo nos llama.
Aunque yo diría un libro de malditos que cargan con sus bendiciones.
Pero también y por sobre todas las cosas, esta constelación o excéntrico mapa, existe debido al pensamiento que Jerónimo tiene sobre lo que es el cine. Un espacio abierto en el que pueden convivir la literatura y la muerte, la vida y la espuma; la memoria y la melancolía; la rabia y el sonido; los sentidos y las percepciones; el cuerpo, el deseo y las fantasmagorías, tanto de la historia como de las tradiciones; la espontaneidad y esa entelequia que es lo real; las subjetividades algo esquizofrénicas y las más prístinas ideas sobre los modos de vida; el tiempo que pareciera enemigo de la ficción y la ficción que solo puede ser amiga de la vastedad de miradas con las que el cine -ese que no pudo definir Bazin y siquiera Deleuze, Ospina o Godard- se vuelve no solo una cuestión autoral, desde esa candidez o puerilidad que tenemos todas y todos los que concebimos el cine desde esa óptica de la voz propia, sino una cuestión de existencia.
Desde ese problema existencial que es el cine, con su vida y su muerte, es desde el que Jerónimo nos invitó a reflexionar acercándonos tanto al cine primitivo como al cine por venir. Uno que probablemente ya no hará ninguno de los que estamos ahí, sino quienes lean el libro y sigan extendiendo la vida de eso que no puede morir, sino mutar, como lo ha hecho el cinematógrafo desde su invento hasta acá. Y como lo demuestra este libro, alrededor de la idea de que el cine no es solo eso que se ve en la pantalla, sino un pensamiento contradictorio y que nos habita, nos guste o no. Se volvió una parte constitutiva de nuestra identidad civil, cómo espectadores, realizadores o críticos.
Así como aquella primera conversación que tuvimos se derramó hasta hoy en una amistad, haciendo que el afecto se extienda y que mi misantropía aminore, el libro Los cines por venir, extiende la vida del cine en general. De ese que ya hicimos, de aquel que se declara muerto y del que aún no se hizo. Y entonces cabe preguntar: ¿hay un pensamiento más filantrópico sobre el cine (y por qué no, sobre lo humano) que ese?
Todo comenzó por el fin, la última película realizada por Luis Ospina, es el cierre del libro y no puede ser más atinada esa elección para organizar su estructura, ya que es el triunfo de la muerte orgánica de Luis por sobre la eternidad que cobró ese cineasta dedicado al vampirismo. Además, Jerónimo también empezó su libro por el fin, por ese director húngaro que declara la defunción, así sin más, del cine, y se retira de tal performance pero no se retira de la vida cultural. Y lo que va desplegando el libro, con sus múltiples miradas sobre el quehacer cinematográfico, es que Bela Tarr sigue haciendo cine, pero ahora de un modo más periférico y radical aun, ya que lo hace por fuera del cine mismo. Sin embargo, Ospina hizo cine hasta su muerte y le dio batalla, tanto a su propia muerte como a la del cine. Hizo que hasta su última obra tampoco sea tan última, porque inició un trabajo con archivos que luego dejó en manos de Jerónimo, que terminó realizando una película inclasificable y sofisticadísima sobre las formas de la representación, la historia, la memoria y el vampirismo que desvelaba a Ospina. Mudos testigos, la película de firma conjunta, es la coronación de este procedimiento de resistencia sobre lo que declaró el húngaro.
En esa última conversación, la del libro y la última que dio Ospina (y, por lo tanto, ya convertida en documento histórico), Jerónimo expresa una teoría sobre el afecto y la revolución de los medios de producción que lo emparentan con un materialismo ensoñado al estilo de un León Rozitchner cuando dice: “Tengo la idea de que todas las nuevas cinematografías relevantes del mundo surgieron de grupos de amigos. Surgieron de los actos de generosidad entre ellos, de compartir sus ideas y sus trabajos, de mantener proyectos estéticos y poéticos que en un principio tienen cosas en común y que a medida que se van desarrollando van adquiriendo sus propias particularidades“. Ospina no lo contradice y cuenta su propia experiencia con el Grupo de Cali, la falta de profesionalismo y la precariedad con que hacían sus películas. Pero aclara, como al pasar, que se organizaron por la carencia de capital financiero. Que estoy segura, fue el verdadero punta pie para salir a hacer las cosas de aquel modo precario y desprofesionalizado. Lo que los unió fue la falta de apoyo institucional y la falta de capital en general. Ese que es tan costoso al lenguaje cinematográfico. Pero para Jerónimo, el motor está puesto en el afecto, en el compartir experiencias, en la posibilidad de transmitirse sus poéticas. Por eso lo comparo con ese raro filósofo argentino que creía en un materialismo afectivo. En una democracia construida alrededor de las formas de vincularnos con el pasado (lo que Jerónimo llama la tradición) y con el presente (lo que Jerónimo llama la amistad), poniendo el centro de atención en como esa tradición y esa amistad nos afecta la percepción y el lenguaje.
El vampirismo que profesaba Ospina, tal vez sea la piedra filosofal para entender la obstinada resistencia que muestra Jerónimo alrededor de la muerte.
El vampirismo de los cineastas que usan al pueblo en formato extractivista para hacer porno miseria, el vampirismo que ejecuta el cine sobre las almas y los cuerpos de los espectadores, el vampirismo del Estado que desatiende a sus cineastas y a sus archivos cinematográficos, aunque históricos y por lo tanto ya parte misma de ese Estado. El vampirismo que hacen algunos cineastas de la palabra “memoria”. El vampirismo que ejecutamos todas y todos quienes hacemos cine sobre el propio medio cinematográfico. Luis Ospina en una de sus respuestas dice: “El mito de Drácula es fascinante, nunca muere a condición de extraer su energía vital de los demás, pero el resultado no es la muerte del otro sino la inmortalización y la transformación en vampiro“.
Es decir, el vampirismo que interesa a Luis está lejos de cualquier práctica extractivista, sino que su fascinación pasa por el contagio o, como diría Deleuze, por un devenir en banda. Que es lo que Luis hizo con sus amigos de Cali y años más tarde volvió a hacer con Jerónimo y lo que Jerónimo hizo con Luis y lo que también hizo con quienes aparecemos en este libro.
Formó una banda que ejecute el contagio.
Propagó la muerte para convertirla en vida.
Porque la muerte es algo estático y en cambio la vida puede cambiar a cada momento. Llegando al final de este texto, me doy cuenta de que no le pongo nombre a ningún otro de los y las cineastas que aparecen en este libro, más que a Ospina que está muerto y a Bela Tarr que se retiró del cine, a pesar de haber nombrado a todas y todos con algunas descripciones o rodeos. Y es que me daría pudor nombrarlos porque están vivos: mañana filmarán otra película y no tengo claro si no deberé abjurar de ella, ya que no tengo garantías de que sus movimientos me sigan interesando. He visto muchos directores herrar sobre sus finales, volverse banales o dejarse consumir por sus complacencias al capital. Y mi rasgo desconfiado no me permitiría entonces poner mis votos sobre ninguno de esos nombres. Pero me pregunto, después de leer este libro, si esa misantropía no sería tal vez un rasgo de purismo absurdo, ya que el asunto es que le temo a la desilusión. A que aspiro tanto de la humanidad que siempre termina decepcionándome. Pero si sigo los ideales de Jerónimo, pienso que tal vez el cine no sea más que un vampiro de esa paradoja que es la vida misma, que transcurre entre la ética y los afectos. Es decir, entre la supervivencia y la existencia.
Vuelvo al inicio. Por un lado a Didier Eribon, a esa violencia que se autoinfligió por una necesidad de supervivencia y olvido. Y a Bela Tarr que hizo cine para poder existir y tuvo que dejarlo por la misma razón. Ambos son europeos periféricos, uno de una Europa no reconocida como tal y otro del centro de esa Europa, que se piensa a sí misma como universal, pero de las provincias y con un pasado al menos poco civilizado, producto de las guerras y el hambre. Creo que a Jerónimo le interesan esos márgenes, porque ahí ve la posibilidad de una política que no vela por un bienestar clásico para todos, sino que se desgañita en sus incoherencias y entonces encuentra un modo de no quedarse quieta; de seguir viviendo.
“Hago cine porque quiero existir“ dice Bela Tarr en uno de los textos que este libro cita. Y Jerónimo le dobla la apuesta, le canta un vale cuatro y le dice a través de sus médiums:
hago libros porque quiero filmar y filmo porque quiero escribir;
hago cine para pensar y pienso porque hago cine.
En definitiva, lo que este libro dice y lo que hace de Jerónimo un cineasta excepcional es que continuamente hay un cine por venir, porque la tradición del cine es siempre estar llegando, reinventándose y plegándose sobre sí, o sobre lo real o sobre la imaginación o sobre la espontaneidad, o sobre la Historia o sobre la duda. Y mientras persista la vida existirán las teorías sobre el cine -como bien le dicta Piglia, “no hay autores sin teoría”- y como demuestra este libro, que expande las fronteras del cine. No para enaltecerlo (esa sería una operación demasiado vil para este materialista afectivo) sino para exponerlo, tan sucio como necesario.