Si los chinos tenían una cosmología musical basada en la escala pentatónica, los griegos tuvieron la suya, en algunos aspectos similar pero basada en la escala de siete tonos. Esta cosmología remonta al pitagorismo: el descubrimiento de un orden numérico inherente al sonido hace de la analogía entre las dos series, del sonido y del número, un principio universal extensivo a otros órdenes, como el de los astros celestes. La investigación de las proporciones interválicas provoca y alimenta el demonio de las correspondencias y la suposición del carácter intrínsecamente analógico del mundo, pensado a través de la convergencia de consideraciones aritméticas, geométricas, musicales y astronómicas. La ordenación progresiva que se percibe en la serie interna al sonido, en la que ciertas cualidades melódicas se revelan regidas por cantidades numéricas, integra una cadena mayor de similitudes que liga la tierra y el cielo y donde, en un eco micro y macrocósmico, los astros tocan música.
Esta concepción tuvo una larga influencia, por lo menos hasta el Renacimiento, y fue mantenida y reinterpretada [20-21 sonido y sentido 1] bajo los más diversos grados de simbolización y de literalidad, yendo de la ciencia a la ética y la metafísica. Los planetas aparecen dispuestos en el universo como escala (que es uno de los sentidos dados en Grecia al término “armonía”: ordenación, equilibrio y acuerdo que se infieren de los sonidos musicales, en el modo en el que se concilian y ponen en consonancia la diversidad de los contrarios). Los astros en cuestión son los siete planetas de la astrología antigua (Luna, Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno), trazando en el cielo, a diferentes velocidades, su camino contrario al de las estrellas fijas (las del zodíaco). El carácter heptatónico del modelo planetario tradicional coincide con la estructura escalar heptatónica y se constituyen ambos en modos de presentación de la esencia numerológica del mundo, que tiene en el número 7 un símbolo privilegiado. El intervalo de la octava, con su relación de base 1/2 se vuelve para los pitagóricos un símbolo armónico en el que se combinan la unidad como límite y el número 2 como expresión de lo ilimitado, la apertura para la no unidad, equilibrados y conciliados a través de la consonancia musical. La octava contiene en su interior la quinta y la cuarta, totalizando un conjunto de relaciones numéricas (1/2, 2/3 y 3/4) que corresponde a la tetraktys, una de las formas numéricas de la perfección, la serie 1-2-3-4, cuya suma es 10. El número 7, que se compone del 1 y del 2 contenidos en el 3 y sumados al 4, es también una de las manifestaciones del principio esencial que se concentra en el número, y será interpretado tradicionalmente como una armonización de lo divino –3– y de lo humano –4–, correspondiendo musicalmente a la división diatónica del espacio interior a la octava.
La más completa y sistemática visión del cosmos musical y de la armonía de las esferas, se encuentra en el final de La República de Platón (donde el discurso sobre el equilibrio de la ciudad no deja de converger, en alegoría, hacia la armonía celeste concebida como armonía musical. Se trata del mito de Er, el Armenio, a quien le es dada la posibilidad de volver de la muerte y contar lo que vio. Su relato epifánico desemboca en una descripción de la máquina del mundo que puede ser perfectamente reconocida por nosotros como una gran vitrola cósmica: los ocho círculos estelares (el zodíaco conteniendo los siete planetas) giran en rotación suave pendiendo de un huso, a varias velocidades (según los diferentes ritmos planetarios). Sobre cada círculo gira una Sirena que emite un sonido [20-21 TAPA SONIDO Y SENTIDO] diferente “y de todas ellas, que eran ocho, resultaba un acorde de una única escala”, dando a oír, podemos decir, la gama de sonidos en su estado idealmente sincrónico. Pero el huso rueda en las rodillas de la Necesidad, y sus tres hijas, las Parcas (Láquesis, el pasado; Cloto, el presente; Átropos, el futuro), que cantan al son de las sirenas, tocan y hacen girar, cada una a su modo, los círculos (“Cloto, tocando con la mano derecha el eje, ayudaba a hacer girar el círculo exterior, de tiempo en tiempo; Átropos, con la mano izquierda, procedía de la misma forma con los círculos interiores; y Láquesis tocaba sucesivamente unos y otros con cada una de las manos”).
La cosmología platónica es un equipo de sonido en el que la música tonal contenida en el disco astrológico, en su infinita recurrencia, es movida por las intervenciones (estereofónicas) del tiempo, reproducida en ritmos diversos en dos canales (como si el presente sonara en un canal, o en un parlante, el futuro en otro y el pasado, que tiene en el mundo platónico una preeminencia por sobre las otras dimensiones del tiempo, sonara en las dos). La armonía sufre las puntuaciones temporales, sus intermitencias rítmicas, sus puntos de ataque y reposo, de entrada y salida, sin dejar de sonar en su estática circularidad.
El modelo musical del mundo, concebido como un tocadiscos ideal, atravesó la historia de Occidente como referencia imborrable (y permaneció como modelo explícito de la teoría musical medieval y renacentista, para luego disolverse, sin ser del todo eliminado, en la música “alta” de la tradición europea, que aunque hubiera abandonado la astrología y pensado la música más como objeto de una reducción matemática que como modelo de una numerología cósmica, no dejó de considerarla una música de las alturas, sublimada y filtrada de ruido). No parecería absurdo entonces, por otro lado, que al hacerse factible, el modelo se haya materializado concretamente en la máquina sonora, la vitrola, ahora prototipo del mundo de la repetición, en el que el simulacro en serie se enfrenta a la Idea platónica.
Volviendo a las fuentes, puede decirse que el modelo de armonía de las esferas tiene como aspiración que la música sea una permanencia sin accidentes ni desvíos (o transformaciones), y supone que la escala (ideal) es practicada bajo estricta vigilancia, sin que se aleje de la norma. En este punto, al suponer determinado orden (social y musical) que no debe sino ser reproducido como tal, y al afirmar el lugar estratégico de la música en la manutención de este orden que busca permanecer inmune a toda crisis y toda transformación, el texto platónico hace recordar las palabras del sabio chino: “[…] nunca se destruyen los géneros musicales sin destruir las más altas leyes de la ciudad […]. Entonces, el puesto de guarda debe estar erigido en ese lugar: en la música. (Es a través de ella) que la falta de observación de las leyes fácilmente se infiltra, pasando desapercibida […]. No hace más que introducirse poco a poco, deslizándose mansamente entre las costumbres y usanzas. De allí parte, ya mayor, hacia las convenciones sociales; de las convenciones sociales pasa a las leyes y a las constituciones con toda insolencia […] hasta que, por último, subvierte todas las cosas en el orden público y particular”.
Concebida como el mismísimo elemento regulador del equilibrio cósmico que se realiza en el equilibrio social, la música es ambivalentemente un poder que congrega, centrípeto, de gran utilidad pedagógica en la formación del ciudadano adecuado a la armonía de la polis y, al mismo tiempo, un poder disolvente, que disgrega, centrífugo, capaz de echar a perder el orden social. Por eso mismo, ella es un elemento decisivo en el plano político-pedagógico, y la metafísica de la que está investida corresponde a una ética: la armonía escalar contiene un carácter cuyo alcance mimético es irradiador; se trata de seleccionar las escalas de manera de hacer que aquellas imbuidas de un carácter “elevado” y cívico prevalezcan sobre aquellas otras que, consideradas disolventes y poco viriles, no contribuyen positivamente en la formación del ciudadano. En ese pasaje de la metafísica a la moral (con el que se combinaban en Platón las enseñanzas de Pitágoras con las de Damón, que había formulado las bases de una pedagogía musical), vemos reescenificada, en términos políticos, la lucha sacrificial entre el sonido y el ruido, en la medida en que algunos modos o instrumentos son considerados armónicos, es decir, musicales, mientras que los otros son vistos como ruidosos y cacofónicos (ruido social, ruido de segundo grado).
Ya podemos ver que en este punto hay una cuestión problemática, si bien no formulada explícitamente: ¿cuál es la escala musical que corresponde efectivamente a la armonía de las esferas? ¿Y cuál es la que, imitándola más fielmente, disemina fluidos éticos? La respuesta es discutible porque está tensionada entre una multiplicidad de modos y de variaciones (discutidos en La República), en que vacila en la práctica el modelo cosmológico. Sucede que la aspiración a la inmutabilidad estable es mucho más problemática en el interior del sistema heptatónico (donde ya entramos por los matices y complejidades de la escala de siete notas) que en el sistema pentatónico (con su escala recurrente de cinco notas). Esta comparación escalar puede ser vista como análoga a la relación, en el plano de las formaciones socioeconómicas, entre el “sistema oriental” y el “sistema antiguo” (donde se configura la contradicción entre campo y ciudad, ciudadano y esclavo, propiedad común y propiedad privada).
Dentro de este cuadro no hay una escala modélica y única, sino escalas en juego que disputan la primacía. Aun cuando el modo dórico, de carácter apolíneo, sea señalado por Platón y Aristóteles como el más antiguo y elevado, él tiene que ser contrapuesto al mixolidio, al lidio tenso, al jónico (en Platón) y al frigio (en Aristóteles). El sistema musical está dividido y fracturado, y el modelo de la armonía de las esferas será siempre una referencia ideal sin correspondencia concreta exacta, resistiendo como teoría musical contra los cambios (incluso cuando, a fines de la Edad Media, la práctica musical polifónica, que transforma los modos en detrimento de la tonalidad, lo contradiga frontalmente con sus innovaciones).
Es justamente debido al carácter altamente problemático de la correspondencia entre el ideal de la armonía de las esferas y la realidad concreta de la música y de la sociedad que en La República se discute largamente el papel pedagógico-político de la práctica musical y se busca establecer el tamiz que separe la música adecuada al orden público (relacionado con un ideal de contención y afirmación centrípeta de lo social) de la música disolvente, que minaría centrífugamente los fundamentos de la vida social, llevándola a la ruina. En una sociedad, como la “antigua”, donde el objeto de la producción no es la generación del máximo de riqueza sino la manutención de la estructura a través de la producción de ciudadanos, es decir, de propietarios responsables, el ethos musical es pensado, junto con la gimnasia, como la base de la educación.
En la época de Platón, la cosmología de fondo pitagórico, en su concepción cerradamente analógica del mundo, sufre caídas que se reflejan también en la discusión de la norma musical. En La República, el establecimiento y la defensa de la norma se hace contra dos males que tienen para nosotros un sentido fuertemente sintomático: la innovación y el trance dionisíaco.
A los efectos de cohesión de la polis, Platón afirma la superioridad de los instrumentos mono-armónicos (la lira y la cítara, instrumentos de Apolo) sobre los instrumentos de muchas armonías y cuerdas (el arpa, el bombyx –flauta elaborada y virtuosística– y el aulos popular, instrumento dionisíaco). Gilbert Rouget observa que esas elecciones se dan en el marco de una condena de las innovaciones musicales (y ya hemos visto el carácter catastrófico atribuido al alejamiento de la norma) y de la resistencia al trance. Así, también, se condenan las armonías lidia mixta, lidia tensa, jonia y otras, consideradas propiciadoras de la indolencia y afeminadas. En contraposición, se recomiendan las armonías capaces de llevar a la templanza, al heroísmo altivo, a la soberana aceptación de la adversidad. Muy sintomáticamente también, en una poética apolínea y antidionisíaca como esta, se indica la dominancia de la poesía sobre la música: “el ritmo y la armonía siguen a la letra, y no ésta a aquéllos”.
Las innovaciones que se introdujeron con el arpa y el bombyx son condenadas por motivos obvios: mezclando y [20-21 sonido y sentido 3] complejizando las escalas, comprometen la inmutabilidad de la armonía de las esferas y el circuito mimético en el que el ethos, que la refleja, moldea el carácter de los ciudadanos. Ellas perjudican el funcionamiento estable de la vitrola y alteran, digamos así, las proporciones inmanentes al disco. El trance dionisíaco, que es representado por los aulos (la flauta popular), es condenado, por lo que todo indica, como música rítmica al servicio de una sacralidad dionisíaca (música vista implícitamente como disolvente, identificada con la voz de los no ciudadanos, de las “minoridades” –mujeres, esclavos y grupos campesinos fuera del control del Estado– siendo atribuidos a los esclavos los ritmos considerados no armónicos). Al mismo tiempo, la música se coloca al servicio de la palabra: el significante musical puro, que no articula significaciones, fuerza dionisiaca latente, es regulado por un código de uso que hace que él se subordine al significado apolíneo.
La ruptura entre una música cívica y otra dionisíaca, atestada tanto en La República como en la Política de Aristóteles, será definitiva para el desarrollo escindido de la música en la tradición occidental: ella anuncia, y ya promueve, la separación entre la música de las alturas considerada equilibrada, armoniosa, versión sublimada de la energía sonora purgada de ruido y ofrecida al discurso, al lenguaje, a la razón) y la música rítmica (música del pulso, ruidosa y turbulenta, ofrecida al trance). La profundización de la separación entre la música apolínea y la dionisíaca a favor de la primera provocará, con el tiempo, la estabilización de una jerarquía en la que, así como la música se subordina a la palabra, el ritmo se subordina a la armonía (ya que el ritmo equilibrado es aquel que obedece a las proporciones armónicas en detrimento de los excesos rítmicos, melódicos e instrumentales de la fiesta popular). Se puede decir, considerando la concepción armónica del ritmo, tal como se hace fuerte en Platón, que éste, por sí solo, no da logos (así como se diría, por otro lado, que el logos no da samba).
De cierta forma, se anticipa allí, en la reflexión platónica, el rasgo separador entre lo que será después la música elevada en la tradición europea –circulando en la cadena que va de lo sagrado a lo cívico y a lo artístico (relacionada también con una ciencia del sonido)– y la fiesta popular pagana, la música para bailar, carnavalesca o no, que correrá al margen de la historia de la música, muchas veces vista como manifestación inferior (profana, alborotadora y vulgar), si bien interfiriendo a veces sobre la primera, con su vitalidad proteica.
Curiosamente, la situación de las músicas contemporáneas nos lleva a reconsiderar esta larga historia, en el momento en que susimpasses la enfrentan nuevamente con aquello que ella reprimió: una cierta tradición rítmica. La escisión musical que está latente en la filosofía griega es escisión originaria o, para retomar un término ya usado antes en este libro, esquismogenética: corte entre la música como portadora de una historia del sentido (de la memoria) y la música como recurrencia del pulso (olvido, disolución del sentido en el estribillo onomatopéyico, en la sílaba rítmica).
Hay un fragmento mítico, citado por Aristóteles en la Política, que figura esta escisión: Palas Atenea, la diosa virgen salida directamente del cráneo de Zeus, persona de la sabiduría, de la razón y de la castidad, defensora del Estado y del hogar contra sus enemigos externos, protectora de la vida civilizada e inventora de las riendas que controlan a los caballos, al ver su rostro reflejado en un lago, cuando tocaba el aulos dionisíaco, se extraña ante su propia cara (inflada por la acción de soplar) y tira el instrumento a las aguas. El carnaval, negado por la filosofía, habita en el olvido de la evolución musical de occidente.