POR RAFAEL TORIZ
A Ikal, que vino con el viento
A tono con el misterio que envuelve a los magos verdaderos, de ninguna manera pudo ser casual que el regreso al mundo de los vivos de Orson Welles sucediera en Día de Muertos.
Me explico. El pasado dos de noviembre Netflix anunció el estreno mundial en su plataforma de la más célebre de sus películas inacabadas, Al otro lado del viento, un proyecto ambicioso, vanguardista y malogrado que le costó dinero, las amistades que le quedaban y con seguridad su reserva de esperanzas.
Para los espectadores habituados a consumir el tiempo destinado a ver una película descartando todo lo que no veremos dentro del inmenso chatarral que produce y distribuye la empresa de streaming, la noticia fue un cisma: se trataba de uno de los proyectos más problemáticos y complejos de the good old Orson.
Como siempre en su caso, resulta difícil distinguir la realidad de la ficción porque su propia vida está repleta de peripecias y personajes tan desbordados como fantásticos, que ponen a prueba nuestra confianza en la realidad.
Con un elenco de fantasía en el que no faltó siquiera una cuadrilla de enanos, Al otro lado del viento es la puesta en escena sobre el último día del director consagrado Jake Hannaford –interpretado por John Huston– que celebra su cumpleaños con una fiesta en donde los excesos y las pasiones son probablemente demasiados mientras trata de realizar una obra maestra a la altura de su leyenda. De claro tono autobiográfico, el foco de la falsa parte documental se sostiene en la complicada relación con el más exitoso de sus discípulos –interpretado por Peter Bogdanovich cumpliendo el papel de Bogdanovich– develando de paso los entresijos de un artista en plenitud en la ambivalente cumbre de una profesión ahíta de intereses mezquinos, fracasos, mentiras y traiciones que de alguna extraña manera consigue rozar lo sublime, envilecido siempre por la necesidad desaforada de ganar toneladas de dinero. Pero la película también es la historia de la película imposible –desde luego que por falta de presupuesto– de ese director tan parecido a Welles que sin dejar de ser Welles se da el lujo de hacer una película que no es de Welles: un suerte de parodia formal de Zabriskie Point de Michelangelo Antonioni en la que el procedimiento lleva a pensar en Fernando Pessoa o Flann O’Briann: ficción que vive en la ficción, con el añadido de la potencia sexual avasallante de una hermosísima Oja Koder, en una de cuyas escenas más logradas encarna un orgasmo poderoso entre su cuerpo, el agua, un palurdo y la luz.
Fragmentario y vertiginoso, el tratamiento es vanguardista. Se trata de dos historias superpuestas, construidas como un collage, o, para decirlo en palabras del mismo Orson en la reedición de Ciudadano Welles del mismo Bogdanovich : “Voy a usar varias voces para contar la historia. Se oyen conversaciones grabadas como entrevistas y se ven escenas muy distintas que ocurren al mismo tiempo. Alguien está escribiendo un libro sobre él… Diferentes libros. Documentales… fotos fijas, películas, cintas magnetofónicas… Cabe imaginarse con facilidad lo atrevido que puede ser el montaje y también muy divertido”.
De atrevido tuvo mucho y de divertido más bien poco. Como casi todos sus proyectos, se fue desangrando por la herida. Aquel cónclave histórico devino pronto en deslucido aquelarre. Primero desapareció el dinero. Luego los actores. Finalmente la posibilidad misma de terminar la película que desde la perspectiva de Orson lo hubiera redimido de sus fracasos comerciales (resulta casi imposible de creer que por casi un mes estuvieron encerrados en una casa en Arizona John Houston, Peter Bogdanovich, Gary Grever, Lilli Palmer, Henry Jaglom, Norman Foster, Claude Chabrol, Susan Strasberg, Paul Stewart, Dennis Hooper y Oja Kodar, entre otros). Por eso resulta providencial que luego de casi 50 años de que empezara a rodarse, el montaje final estuviera a cargo de sus más íntimos allegados –la edición es de Bob Murawski– por lo que seguramente nos enfrentamos a una versión cercana a la constelación de ideas del director.
Acorde con su leyenda negra, el rodaje cargó con la maldición que lo persiguió desde su éxito temprano, como se lee en una parte del guion: “El ojo de la Medusa. ¿Sabes lo que quiero decir? Todo lo que miro acaba muriendo bajo mi mirada. El ojo de la Medusa. Sí. Alguien me habló de ello. Quizá sea cierto. El ojo detrás de la cámara. Tal vez esa mirada sea capaz de causar mal de ojo”.
Además de haber asumido los costos de la producción, Netflix, con la mano productora de Frank Marshall, realizó también el estupendo documental sobre la historia de la película titulado They’ll Love Me When I’m Dead, que sirve como prólogo para comprender la casi increíble historia de la filmación, auténtica sobreviviente de maldiciones gitanas, pleitos legales, bóvedas parisinas y hasta secuestros de negativos por parte de la revolución islámica.
¿Es la película que Welles hubiera querido? Probablemente no, pero no sólo por su talante de perfeccionista maniático en perpetua ebullición, sino porque se trata de una obra inconclusa por naturaleza puesto que, a diferencia de otras películas suyas, Al otro lado del viento sólo podría estar terminada con la muerte del director: para un hechicero verdadero dejar de ficcionar es dejar de vivir, y ya sabemos hace tiempo que las obras no se terminan, cuando mucho se abandonan.
Enterados de lo poco que le interesaba la posteridad (“es tan vulgar como el éxito, no me fío de ella”) nos queda confrontarnos con su legado vivo, inscrito en las avenidas principales por la que transita lo mejor de las artes de la representación en el presente, explorando siempre el formato y la forma en que se expresan, asumiendo con valor que el arte, como la vida, está hechos de accidentes –esos que incitan a dirigir películas, abadonarlas e incluso terminarlas– y por lo tanto preciso es abrazarlos y con suerte presidirlos.