Sin lugar a dudas, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es uno de los textos centrales de la estética contemporánea. Aunque se trata de un ensayo que Walter Benjamin redacta entre 1935 y 1936, la magnitud de algunas de las observaciones e intuiciones vertidas a modo de pequeñas tesis tiene una vigencia que lo convierte en un texto difícilmente eludible para la estética, la historia y la filosofía del arte, e incluso para los estudios culturales, la sociología y la teoría política. Inaugura, junto con algunas otras páginas luminosas del autor, una nueva forma de considerar el arte, la cultura y la imagen, y sus vínculos con las condiciones políticas, sociales y técnicas. Es su pretensión declarada desde el comienzo, al partir de la observación de que las transformaciones en el campo de la producción artística hacia las primeras décadas del siglo XX exigen de la reflexión estética nuevos conceptos que permitan pensar el arte en tiempos atravesados por el desarrollo tecnológico y la cultura de masas. El problema estético se inscribe así en el marco de un análisis materialista con fines revolucionarios que implica hacer a un lado conceptos tradicionales como el de creatividad, genio, valor imperecedero o misterio; conceptos que, según Benjamin, terminan siendo utilizados en el siglo XX de manera acrítica para el estudio del arte en un sentido fascista. Sin embargo, como suele suceder con los grandes textos filosóficos, el planteo de Benjamin tuvo un alcance que trasciende la coyuntura política que lo impulsó —y que, por cierto, no puede ser obviada— y persiste aún hoy en debates ajenos a tradiciones ligadas al marxismo.
Breve historia del aura
Una frase resume el enfoque en que se apoyarán buena parte de los diagnósticos que se despliegan en el ensayo: “Dentro de largos períodos históricos, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial” (p. 56). El señalamiento de Benjamin encierra al menos dos críticas fundamentales: por un lado, a la idea de una esencia inmutable de la obra de arte, independiente de las condiciones histórico-sociales y técnicas que influyen tanto en su producción como en su recepción. Por el otro, íntimamente ligada al anterior, a la concepción de la estética como filosofía del arte. La primera de estas críticas desemboca en las observaciones de Benjamin acerca de las transformaciones que atraviesa el arte en los diferentes períodos históricos y, a partir de allí, en la tesis del declive del aura en la época en que las obras están signadas por la reproducción técnica. La segunda, acaso más sutilmente, implica un retorno a la estética como reflexión acerca de la percepción sensorial, que parecía haber quedado relegada en la época idealista, y su conexión con los fenómenos socio-políticos en la cultura de masas, poniendo de relieve la pérdida de la autonomía del arte.
Es a partir de la irrupción de la fotografía y el cine (y de la polémica de admitirlas como formas artísticas) que Benjamin observa la necesidad de una reformulación de la concepción tradicional del arte. Aunque la reproducción siempre formó parte del hecho artístico, desde las imitaciones de cuadros pintadas por discípulos hasta las reproducciones mediadas por técnicas como la imprenta y la litografía, la aparición de la fotografía primero y del cine después implicó una intervención mucho más directa del proceso de reproducción técnica sobre el objeto artístico mismo. Uno de los primeros resultados de esta intromisión avanza sobre el concepto de autenticidad: en otras épocas, el significado estético de una obra estaba referido al momento inicial de su creación; este criterio permitía distinguir el original de la copia falsa. Con la técnica mecanizada, la distinción entre una película o una fotografía original y su copia pierde sentido. La obra adquiere una ubicuidad extraordinaria (la música sacra, por ejemplo, ya no queda recluida a su escucha en un recinto para unos pocos; ahora tiene la posibilidad de alcanzar un público masivo mediante la radio), que la arranca del dominio de la tradición. De ahí que una serie de conceptos que se habían convertido en atributos casi esenciales para la tradición estética sean discutidos por Benjamin, en virtud de la que acaso sea la tesis más famosa del ensayo: “lo que se marchita en la época de la reproductibilidad técnica del arte es su aura” (p. 54).
Benjamin define el aura como la “aparición única de una lejanía, por cercana que pueda estar (einmalige Erscheinung einer Ferne, so nah sie sein mag)” (p. 57). La reproducción técnica quiebra entonces esa trama de espacio y tiempo en que la lejanía (lo primordial, lo fundante) se hace presente en un aquí y ahora, y con ella decae la cualidad mágica del arte de producir experiencias únicas y elevadas. El concepto de aura liga a la obra de arte con una función ritual, con un culto, y repone un aspecto sagrado en el arte. Pero este carácter aurático no ha sido el mismo en distintos momentos de la historia del arte occidental. Este fenómeno observado en términos espacio-temporales es correlativo a una progresiva desaparición del valor de culto de las obras en favor de su valor de exhibición. Benjamin despliega tal proceso en una suerte de breve historia de los vaivenes de este par conceptual.
Hay una primera etapa signada por el predominio del valor cultual de la obra de arte, es decir, la época en que el arte se funda en un ritual primero mágico, después religioso. A partir del Renacimiento, las formas profanas se ponen al servicio de la belleza, el rito se seculariza y crece el valor exhibitivo del arte, pero aun así sigue predominando su función ritual y la norma de autenticidad se convierte en la adjudicación de origen (piénsese, por ejemplo, que los pintores renacentistas son los primeros en firmar sus obras y en empezar a ganar reconocimiento como “genios artísticos”). El carácter aurático de la obra artística prevalece, proviene de su inserción en un culto, en una tradición que la convierte en única y durable. Pero, ante la proximidad de la crisis que se oculta tras la aparición de las formas artísticas técnicamente reproductibles, el arte reacciona con una teología del art pour l’art, hasta llegar a una teología negativa con la idea de un arte “puro”, que rechaza no solo cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual (por ejemplo, la poética mallarmeana). En su afán de acercar espacial y humanamente lo distante y volver repetible lo singular, la irrupción de la reproducción técnica en el arte y su consecuente apropiación por parte de las masas liquidan el ámbito de la tradición en pos de una experiencia fugaz y repetible que encuentra su mayor expresión en el cine.
Las nuevas formas artísticas, a las que la reproductibilidad técnica es inherente, rompen con la norma de autenticidad, diluyendo así el carácter aurático y ritual de la obra. Con lucidez Benjamin observa que, en lugar de esforzarse en decidir si estas nuevas formas son arte, cabe preguntarse si la invención de las primeras no modifica completamente el carácter del segundo. En la época de la reproductibilidad técnica se trastorna así la función íntegra del arte, función basada en presupuestos heredados. La obra artística se desliga de su fundamento cultual y, según Benjamin, encuentra su fundamentación en la praxis política, extinguiéndose así su halo de autonomía.
Retorno a una estética (política)
La autonomía de lo bello había sido uno de los presupuestos centrales de la estética, al menos desde su formulación kantiana. Sin embargo, el propio Kant mantenía la noción de estética en un sentido amplio, ligado aún al que le habían dado los griegos como doctrina de la percepción sensorial (cabe recordar que en la Crítica de la razón pura la “Estética trascendental” designa al estudio de los principios de la sensibilidad). Desde posturas como las de Schelling, Hegel y algunos románticos, la concepción del arte como esfera autónoma dio lugar a un desplazamiento que convirtió a la estética en filosofía del arte. Esta perspectiva adoptada por la estética idealista se sostenía sobre un aparente equilibrio entre el valor cultual (ya como ritual secularizado) y el exhibitivo de las obras de arte. Con la irrupción de la reproducción técnica y la participación de las masas, la autonomía de la obra de arte va quedando progresivamente apabullada por el creciente predominio de su valor de exhibición. No obstante, la observación de esta liquidación de la autonomía no lleva aparejada una pérdida de emancipación estética, sino más bien lo contrario: la experiencia estética se emancipa de las condiciones de la tradición que separaban a la obra del receptor, ya sea en los tiempos en que las obras se recluían de la mirada o la escucha de las mayorías en un recinto sagrado, ya sea bajo la custodia de aquellos formados en el conocimiento de la lejanía aurática. Así, los efectos de las nuevas formas artísticas parecen revelar que la idea de la autonomía del arte es propia de un momento de su historia, y llevan la discusión estética nuevamente al terreno de la percepción sensible (aísthesis, en griego).
Benjamin encuentra en el cine el agente más poderoso de este proceso de transformación, proceso que afecta tanto a la producción artística como a su recepción, y que va de la mano con la transfiguración de los modos de percepción en la sociedad de masas y los cambios sociales. Frente al recogimiento, la concentración y la ponderación, modos característicos de la recepción del arte aurático, el comportamiento del público cinematográfico pone en evidencia una de las cualidades medulares del nuevo régimen perceptual: la recepción en la dispersión. El recogimiento hace del espectador alguien que se sumerge, se adentra en la obra; en cambio, “la masa, escribe Benjamin, cuando se distrae, hace que la obra se hunda en ella; la baña con su oleaje, la envuelve en su marea” (p. 108). La forma en que el público masivo se comporta ante el film expone lo que ha ocurrido desde siempre con la recepción de la arquitectura, que se da de manera táctil y óptica, es decir, por el uso y por la percepción de los edificios. La aprehensión háptica del espectador de cine no responde a la percepción atenta propia de la contemplación óptica, que se identifica más bien con un “atender tenso”, sino a un acostumbramiento, a un “notar de pasada”. Además, el cinematógrafo ensancha el mundo significativo con su capacidad de someter a examen: con sus ampliaciones se expande el espacio y el movimiento con las tomas en cámara lenta. A diferencia de la imagen total que extrae el pintor en su obra, de la operación de la cámara, del montaje, de la edición, surge una imagen fragmentada, inorgánica, que se vuelve a reunir bajo una nueva legalidad; la cámara descubre una nueva naturaleza que el ojo no ve. De manera que el cine hace retroceder el valor cultual del arte no solo porque el espectador toma en él la posición de examinador, sino porque se trata además de un examinador distraído.
Otro aspecto central de la recepción táctil no aurática es el shock. Benjamin resalta la proximidad de los efectos del cine con las búsquedas de vanguardias como el dadaísmo. Contra el recogimiento, convertido en comportamiento asocial por el arte burgués, las manifestaciones dadaístas dan lugar a la distracción como tipo de comportamiento social, al poner a la obra de arte en el centro de un escándalo y cumplir así con la exigencia de irritar al público. Lejos de la visión cautivadora o complaciente del arte, la obra dadaísta se vuelve un proyectil dirigido al espectador. El dadaísmo, más preocupado por enfrentar la inutilidad del recogimiento de la contemplación artística desinteresada que por la utilidad mercantil del valor comercial, prepara el terreno para el efecto de shock físico del cine, basado “en el cambio de escenarios y de enfoques, que se introducen, golpe tras golpe, en el espectador” y que el cine termina liberando de la “envoltura moral en la que el dadaísmo lo mantenía todavía empaquetado” (p. 106). En la percepción táctil que detenta la recepción cinematográfica, hay un recorrer y una instantaneidad; el shock sería la interrupción del recorrer de la distracción acostumbrada.
Este tipo de modificaciones que introduce el cine le permiten a Benjamin vislumbrar la potencia de los avances de la técnica y sus efectos en la sociedad de masas, así como el lugar que le toca al arte y a la estética en este escenario. Esto es lo que señala Bolívar Echeverría en el prólogo del libro como la motivación más inmediata de este ensayo: la necesidad de plantear la relación entre el arte de vanguardia y la revolución política. La reproductibilidad técnica, lejos de obturar la emancipación estética, la acrecienta, se podría decir que democratiza las condiciones de la recepción de las obras de arte. Ya el espectador del arte postaurático no se encuentra sometido al dominio de los iniciados, pues él mismo se convierte en experto. Pero en la llegada de la “hora decisiva del arte” se manifiesta, según Benjamin, una doble potencialidad: una de carácter reaccionario, que se cumple en la estetización de la política y de la guerra por parte del fascismo, y otra inclinada hacia una salida revolucionaria, que responde a la anterior con la politización del arte.
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Reportaje imaginario a Walter Benjamin
Durante los últimos años ha estado trabajando en un libro acerca de Baudelaire y los pasajes parisinos del siglo XIX. ¿Qué relación guarda este proyecto con su ensayo sobre la reproductibilidad técnica?
Se podría decir que ambos escritos avanzan en la dirección de una teoría materialista del arte. El problema es indicar el punto preciso en el presente al que se orientará mi construcción histórica, como a su punto de fuga. Si el pretexto para el libro de los pasajes es el destino del arte en el siglo XIX, este destino tiene algo que decirnos porque está contenido en el tic-tac de un reloj cuya hora acaba de alcanzar nuestros oídos. Lo que quiero decir con esto es que la hora decisiva del arte ha sonado para nosotros, y he capturado su rúbrica en esta serie de reflexiones preliminares, que intentan dar a las cuestiones planteadas por la teoría del arte una forma genuinamente contemporánea; y de hecho desde adentro, evitando cualquier referencia no mediada a la política.
¿De qué manera aparecerían prefiguradas en el siglo de Baudelaire algunas de las transformaciones del siglo XX en la relación del arte con la naturaleza, la técnica y la política?
Así como con la construcción en hierro la arquitectura empieza a emanciparse del arte, la pintura lo hace con los panoramas; y el punto más alto de la expansión de los panoramas coincide con la aparición de los pasajes. No se cansaban de hacer de los panoramas, por medio de dispositivos técnicos, lugares de una imitación perfecta de la naturaleza. Se buscaba imitar el cambio de la hora del día en el paisaje, la salida de la luna, el estruendo de las cascadas. David aconsejaba a sus alumnos dibujar del natural en los panoramas. Al buscar producir cambios asombrosamente parecidos en la naturaleza representada, los panoramas anticipan el camino, no sólo de la fotografía, sino también del cine mudo y del cine sonoro.
Los panoramas, que anunciaron una completa transformación de la relación del arte con la técnica, son a la vez expresión de un nuevo sentimiento vital. El habitante de la ciudad, cuya superioridad política sobre el campo se expresa de múltiples maneras en el transcurso del siglo, intenta traer el campo a la ciudad. La ciudad se extiende en los panoramas hasta ser paisaje, como de un modo más sutil hará luego para el flâneur. Daguerre es discípulo del pintor de panoramas Prévost, cuyo establecimiento se encuentra en el passage du Panorama. En 1839 se quema el panorama de Daguerre, y ese mismo año da a conocer el invento de la daguerrotipia.
Tenga en cuenta, por ejemplo, que Arago presenta la fotografía en un discurso parlamentario. Allí señala su lugar en la historia de la técnica, incluso profetiza sus aplicaciones científicas. Mientras tanto, los artistas comienzan a discutir su valor artístico. La fotografía lleva a la destrucción del gran gremio de los miniaturistas de retratos y esto no ocurre sólo por razones económicas. La primera fotografía era superior artísticamente al retrato en miniatura. La razón técnica de ello radica en el largo tiempo de exposición, que exige del retratado la mayor concentración, y la causa económica radica en la circunstancia de que los primeros fotógrafos pertenecían a la vanguardia, y de ella provenía en gran parte su clientela. Por otro lado, el adelanto de Nadar frente a sus colegas de profesión se caracteriza por su proyecto de hacer fotografías en el alcantarillado de París. Con ello se presume por primera vez que el objetivo puede hacer descubrimientos. Se va notando entonces que la fotografía adquiere más importancia cuanto menos se toleran, a la vista de la nueva realidad técnica y social, las intromisiones subjetivas en la información pictórica y gráfica.
La exposición universal de 1855 inaugura por primera vez una sección de “Fotografía”. Ese mismo año el pintor belga Antoine Wiertz publica un gran artículo sobre la fotografía, donde encomienda a esta el esclarecimiento filosófico de la pintura. Esclarecimiento que, como muestran sus propias pinturas, entendía en sentido político. Wiertz puede considerarse el primero en haber, si no anticipado, sí exigido el montaje como utilización políticamente revolucionaria de la fotografía. Con la creciente extensión de los transportes, disminuye el valor informativo de la pintura, la cual, reaccionando contra la fotografía, empieza a subrayar ante todo los componentes de color. Cuando el impresionismo cede al cubismo, la pintura se ha procurado un amplio dominio en el que la fotografía, de momento, no puede seguirla. Por su parte, la fotografía amplía drásticamente desde mediados de siglo el ámbito de la economía de mercado, en la medida en que pone en él cantidades ilimitadas de figuras, paisajes y acontecimientos que antes o bien no se podían valorar, o bien solo tenían valor en cuanto imagen para un solo cliente. Para aumentar las ventas, renovó sus objetos con pequeñas transformaciones en la técnica de exposición, que determinan la historia posterior de la fotografía.
¿Considera que el ensayo de Adorno “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha”, de alguna manera, continúa en el campo musical sus reflexiones acerca del arte en la época de su reproductibilidad técnica?
En cuanto a su tema, me concierne en dos aspectos. Por un lado, en aquellas partes que relacionan ciertas características de la apercepción acústica actual del jazz con las características ópticas del film tal como las describí en mi ensayo. Ex improviso, no puedo decidir si la diferente distribución de pasajes de luz y sombra en nuestros respectivos ensayos deriva de divergencias teóricas. Posiblemente solo se trate de aparentes diferencias en el punto de vista, pero el hecho es que estos puntos de vista se aplican a diferentes objetos y ambos son igualmente válidos. Por supuesto, no puede decirse que las apercepciones acústicas y ópticas estén igualmente abiertas a un cambio revolucionario.
En La obra de arte… intenté articular los momentos positivos tan claramente como Adorno articula los momentos negativos. En consecuencia veo una fortaleza en su ensayo donde había una debilidad en el mío. Su análisis de los tipos psicológicos engendrados por la industria y su descripción de la forma en que se engendran son acertados. Mi ensayo habría ganado en elasticidad histórica si hubiera prestado más atención a este aspecto de las cosas. Me resulta cada vez más obvio que el lanzamiento de la película sonora debe verse como una acción industrial diseñada para romper la primacía revolucionaria de la película muda, que fomentaba reacciones que eran difíciles de controlar y políticamente peligrosas. Un análisis de la película sonora proporcionaría una crítica del arte contemporáneo que mediaría dialécticamente entre su punto de vista y el mío.
Lo que me atrajo especialmente sobre la conclusión de su ensayo es la nota de reserva que suena en el concepto de progreso. Al principio Adorno justifica esta reserva solo de pasada y al referirse a la historia del término. Realmente me gustaría llegar a sus raíces y orígenes. Pero no puedo ocultar las dificultades que esto implica para mí.
Su ensayo concluye con la necesidad de una politización del arte, favorecida por las nuevas condiciones sociales y técnicas. Sin embargo, la presenta como respuesta a las posibilidades de una salida reaccionaria, y en “Experiencia y pobreza” o “El narrador” usted parece no llegar a conclusiones muy optimistas respecto de los cambios ocurridos en el siglo XX. ¿Son motivo de celebración entonces estas modificaciones en la experiencia, esta caída de la tradición?
La cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío. Basta echar una mirada a un periódico para corroborar que ha alcanzado una nueva baja, que tanto la imagen del mundo exterior como la del ético, sufrieron, de la noche a la mañana, transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles. Con la Primera Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten de boca en boca. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en que todo había cambiado menos las nubes y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el quebradizo cuerpo humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente. O más bien que se les vino encima al reanimarse la astrología y la sabiduría del yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo. Porque además no es un reanimarse auténtico, sino una galvanización lo que tuvo lugar. Pero la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie. Lo digo para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿Adónde lo lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Lo lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Un constructor fue Descartes que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada más que una única certeza y de ella partió. También Einstein ha sido un constructor al que de repente de todo el ancho mundo de la física le interesó una mínima discrepancia entre las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo “actual”. La crisis económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos poderosos que son menos humanos que muchos; en el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera buena. Los demás en cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo hacen a una con los hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias, la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro. Que cada uno ceda a ratos un poco de humanidad a esa masa, que un día se la devolverá con intereses, incluso con interés compuesto.
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Las respuestas del entrevistado imaginario provienen de varias fuentes: Cartas a Max Horkheimer y a Theodor Adorno (Briefe, II, Frankfurt, Suhrkamp, 1978), “París, capital del siglo XIX” (Libro de los pasajes, trad. de Luis Fernández Castañeda, Madrid, Akal, 2005), “Experiencia y pobreza” (trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1989) y “El narrador” (trad. de Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1999).