La primera vez que vi los tomos del Manual del niño peronista y las pinturas y objetos surgidos a partir de ellos, vinieron a mi mente los manuales de nuestra infancia, esos pilares de nuestra educación que grabaron para siempre en nuestra vida (o al menos se lo propusieron), esos ideales y paradigmas que terminarían por el desencanto cuando el niño ya adulto tuviera los primeros choques con la dura realidad. Santoro, que ya otras veces trabajó con nuestra historia partiendo de aquellas publicaciones infantiles, ¿juega con ese sentimiento que nos dejaron los manuales?
Después, confieso que se apoderó de mí un potente deslumbramiento frente a esta explosión de imágenes que configuran un desenfrenado estallido barroco. Humor, ironía, tragedia, celebración y denostación se corporizaban en esas imágenes como emblemas de una nación cuyas antiguas resonancias aparecían como evidencias, llevándonos por avenidas a medias reales, a medias simbólicas; enfrentándonos a monumentos que narran subrepticiamente la historia de aquel tiempo con una poderosa carga de claves herméticas. La Argentina justa, libre y soberana, en otras imágenes, entra y sale de las sombras, a veces corporiza aquellas consignas que hicieron época: "el movimiento obrero es la columna vertebral del peronismo", "con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes", y cada una de ellas desata la inventiva del artista que sigue construyendo aquel imaginario como si atendiera los dictados de un demiurgo.