La Marca Editora

Un barrio, demasiadas ausencias

En el año 2003, la periodista Silvina Heguy y la fotógrafa María Eugenia Cerrutti fueron a cubrir, como tantas otras veces, una nota para Clarín, el diario donde trabajaban. El origen de ese reportaje estaba en una denuncia: los vecinos de Ezpeleta, una localidad al sur del conurbano bonaerense, estaban desesperados porque una estación eléctrica de alta tensión estaba ocasionando daños irreversibles, fatales, en la salud de los habitantes del barrio.

El detalle es que, cuando Silvina y María Eugenia llegaron al lugar, encontraron mucho más que “la nota del día”. Había desplegado, ante sus ojos, un escenario devastador: a lo largo de los años –y como consecuencia de las emanaciones energéticas- habían sucedido más de cien muertes, y otro centenar de personas había enfermado de cáncer. Las historias de los sobrevivientes estaban dolorosamente escritas en el cuerpo.

Ese día, Silvina y María Eugenia entendieron que estaban frente a una historia profunda. Y decidieron dedicarle al tema el tiempo que fuera necesario. Transcurrieron tres años. A lo largo de ese período, fueron una y otra vez juntas a esa suerte de submundo que era el barrio de Ezpeleta. Hablaron con los vecinos, establecieron lazos delicados, y finalmente –en el año 2006- volcaron ese trabajo en un reportaje austero y a la vez impactante que hablaba de la enfermedad, sí. Pero también de la ausencia del Estado y de la imposibilidad de un futuro.

La nota, titulada “Un barrio, demasiadas ausencias”, fue publicada por el diario Clarín en diciembre de 2006 y en años subsiguientes recibió varios reconocimientos, entre ellos el Premio Rey de España. Asimismo, María Eugenia ganó el premio a Mejor Fotografía otorgado por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y vio cómo sus retratos, a lo largo del tiempo, terminaron por atravesar el límite de la narración documental para convertirse en reflexiones contemporáneas sobre el cuerpo y la intimidad. Tanto es así que, hace poco tiempo, estas imágenes fueron incluidas en el libro Body Politics, que muestra el uso de la fotografía (y del cuerpo) como herramienta política.

En el año 2006 Silvina y María Eugenia ganaron una beca que les permitió financiar la publicación de “132.000 volts”, un libro que ahora, parcialmente, reproducimos en Nuestra Mirada.

La estación eléctrica, entre tanto, sigue en funcionamiento.

Desde hace años las mariposas no han vuelto a invadir una de las esquinas de Ezpeleta. La señora Gladys Solioz las extraña, sobre todo en el mes de septiembre, cuando, en lugar de verlas teñir de colores ese lote descampado que hacía las veces de plaza, sólo ve un paredón blanco que oculta una estación de energía eléctrica. El hecho de que las mariposas no hayan vuelto a Ezpeleta podría parecer una noticia que sólo lamentaría un ledipterólogo. Pero en este barrio de clase media, a treinta minutos al sur de Buenos Aires, es sólo el comienzo de una lista de ausencias. Gladys Solioz no sólo extraña la ausencia de las mariposas: lamenta sobre todo la muerte de sus vecinos. «En esta casa vivía una señora que murió de cáncer. Al lado, fueron dos los enfermos. Y acá, en esta de jardincito, vivía un nene de cuatro años que falleció de leucemia», dice como una especie de guía de turismo funerario.

A ese descampado de la esquina de las calles Padre Bruzzone y Río Salado los muchachos del barrio le llamaban «el campito», una plaza desnuda en la que solían jugar al fútbol. Fue a principio de los años ochenta cuando la Municipalidad de Quilmes, de la que Ezpeleta depende, permitió a la empresa estatal de electricidad, Segba, instalar en ese terreno una subestación a la que bautizó con el nombre de Sobral. La protesta de los vecinos por el cierre de su plaza obtuvo sólo una promesa de los funcionarios: que pronto volverían a tenerla. Incluso remodelada. Sería al fin una plaza oficial. Pero eso nunca sucedió. Segba se privatizó y se convirtió en Edesur, una de las principales compañías de electricidad de Argentina. Una mañana de 1992 una cuadrilla de obreros llegó hasta ese galpón de transformadores eléctricos. Su objetivo era que la subestación aumentara su potencia instalando dos cables más de alta tensión de ciento treinta y dos mil voltios, cada uno de ellos seiscientas veces más potentes que los que suelen alimentar de electricidad a cualquier casa de familia.

La ausencia de las mariposas y las muertes de los vecinos, lo sabe Solioz, tenían una misma causa: la contaminación que provoca la acumulación de energía concentrada en la esquina de su casa. En su gira por el mundo, dicen los biólogos, las mariposas nunca se detienen en lugares contaminados. Observarlas es un indicador del estado de conservación del ambiente. Fue en 1997, en una de esas primaveras en las que las mariposas no volvieron, que Gladys Solioz empezó un penoso censo. Unió con cinta adhesiva varias hojas de papel de un cuaderno y dibujó once manzanas de su barrio en las que viven unas mil novecientas personas. Sobre ellas señaló con una cruz verde a sus vecinos gravemente enfermos. A los que morían de cáncer, les dibujaba una cruz roja. Las hacía para no olvidar la repentina muerte de unos niños de cuatro y siete años ni las de hasta entonces más de cuarenta vecinos que junto a ella habían visto llegar las mariposas a esa esquina de Ezpeleta. También dibujó una cruz para señalar la muerte de su padre.

Don Germán Solioz era jubilado y estaba sano cuando comenzó a acompañar a su hija a las primeras reuniones barriales para enfrentar a la empresa eléctrica. Pero un cáncer de pulmón fue fulminante: Solioz murió en agosto de 1998 cuando los vecinos se reunían una vez por semana. Por entonces, les preocupaba lo que iban sabiendo sobre las ondas electromagnéticas que emanaban de la subestación eléctrica de la esquina. Los estudios científicos alertaban que la exposición a ellas podía provocar cáncer. Uno de ellos, de la Organización Mundial de la Salud, establecía que los niños expuestos a más de 0.3 microteslas  –una medida que cuantifica los campos electromagnéticos– podían duplicar sus posibilidades de tener leucemia. Respaldada por la legislación de Argentina –que permite una emisión de hasta veinticinco microteslas en zonas urbanas–, la empresa Edesur argumentaba –y argumenta– que la Subestación Sobral estaba en orden.

A esa altura, los vecinos de Ezpeleta sólo querían que la empresa de electricidad trasladara la subestación eléctrica a un lugar apartado y sin población a su alrededor. Pero los planes de Edesur pretendían llevar más alta tensión al barrio. Durante el día y también la noche, los obreros de la compañía cavaban zanjas para avanzar con el tendido de alta tensión. Los vecinos se tiraban adentro de ellas para impedirlo. Era el 2001 y hubo represión policial contra los protestantes en la calle. Gladys Solioz y sus vecinos se contactaron con la Asociación Coordinadora de Usuarios, Consumidores y Contribuyentes, una organización no gubernamental que presentó un reclamo frente a un juez de primera instancia de La Plata, la capital de la Provincia de Buenos Aires. Después de meses de litigar, por primera vez en su historia la Justicia de Argentina hizo prevalecer la defensa de la salud ante la duda o la escasez de pruebas científicas. La Cámara Federal de La Plata ratificó la orden del juez de primera instancia y ordenó detener las obras de ampliación de la subestación Sobral y ejecutar un censo estadístico que analice el medio ambiente, la posible contaminación y sus consecuencias en la salud de los habitantes de Ezpeleta. La Organización Mundial de la Salud también empezaba una investigación similar, pero a escala internacional, sobre las consecuencias a la exposición a las ondas electromagnéticas. Por ello los vecinos siguen exigiendo que se ejecute el censo ambiental que ordenó la Justicia.

Por ahora la señora Solioz guarda su mapa de cruces de Ezpeleta en una carpeta de tapas de cartón. La pelea junto a sus vecinos fue un ejemplo para que los de otros barrios se enfrentasen a las empresas de electricidad. Ahora litigan y marchan en las calles para que no se instalen otras subestaciones eléctricas en lugares habitados. En nueve años, Gladys Solioz lleva marcados ciento quince muertos en su mapa, y ciento dieciséis enfermos de cáncer, pero también mujeres embarazadas con malformaciones y docenas de casos de depresión. Los especialistas en epidemias le explicaron que en su barrio preocupa el índice de leucemia: lo esperable es un caso de leucemia por cada diez mil habitantes, y Solioz ya contabilizó por lo menos cuatro casos entre los niños de esa comunidad de casi dos mil. Sólo sobrevive la impunidad.

Mientras la justicia se despereza, Gladys Solioz actualiza con frecuencia su mapa de cruces en Ezpeleta. No puede olvidarse de las mariposas desaparecidas ni de sus vecinos enfermos ni de su padre muerto. La mayoría de los sobrevivientes viven ahora con las cicatrices que les dejó el cáncer en sus cuerpos, y exigen que trasladen la subestación eléctrica a otra parte. No quieren mudarse del barrio en que crecieron. Saben que, si ellos se van, vendrán otros y se enfermarán. Y quieren que algún día las mariposas vuelvan a invadir Ezpeleta.

María Elena Poljobich, la nieta de uno de los ministros del último zar de Rusia, fuma un Derby Suave en Ezpeleta. Las rosas de plástico en el florero de la mesa del living de su casa combinan con el rojo furioso de sus uñas. Maneja el cigarrillo con su mano izquierda, lo levanta del cenicero de vidrio tallado, lo coloca en la comisura de sus labios del mismo lado y pita largo. Tira el humo hacia arriba en un gesto copiado de una diva en blanco y negro. Y las miles de arrugas leves se le contraen en una mueca que queda suspendida.

La nieta de uno de los ministros del último zar de Rusia, la de Ezpeleta. Es de mala encarnadura. De esas a las que una herida le tarda mucho en curar. En cerrar. Tiene 73 años. Un cáncer de mama la dejó con un hueco profundo en la mitad de su tórax y con un desgano que no la deja hacer nada. La muerte de su hijo le marcó un tajo aún más profundo. El dolor que no cesa. Todavía le vuelve transparentes los ojos celestes. El azúcar, que tres veces por día le pone su marido para cicatrizar las marcas del cuerpo, no puede con ella.

María Elena Poljobich se desnuda con un gesto que copió de su abuela y calca la mueca noble de aquella aristócrata rusa que no sabia ni peinarse sola. Comienza a desabrocharse la blusa para mostrar su cuerpo mientras, de costado; pita el Derby Suave largo. Se saca el relleno de nylon de una parte del corpino. Se lo desabrocha. Se muestra. Sostiene con una mano su única mama como si fuera un mascarón de proa que a pesar de la lluvia’y la bruma marina mantiene cierto esplendor. María Elena Poljobich se vuelve una esfinge. Pierde la mirada hacia delante y choca con la pared de su casa, donde también rebotan las ondas electromagnéticas. Sin mirar la cámara, pregunta de costado: ¿Así?

Carlos Córdoba manejaba su camión de regreso de Villa Gesell cuando notó que algo extraño tenía en su cuerpo. En uno de esos movimientos a mitad del aburrimiento rozó con su mano el cuello y tanteó un bulto. Hacía más de doce años que gran parte del día se lo pasaba arriba de su camión. En su casa de Ezpeleta lo esperaba su mujer y, Luciano y Leandro, sus hijos. Carlos Córdoba tenía 29 años y planeaba construir una habitación para el mayor.

Pero la fiebre, que no se iba, por unas semanas lo bajó del camión. Hubo decenas de consultas y estudios hasta que llegó el diagnóstico. linfoma de Hodgkin. La primera vez que fue a ver a la médica especialista, Mercedes Melgarejos, en La Plata. Córdoba juró seguir adelante. En la sala de espera se le acercó un desconocido y le dijo: “nunca bajes los brazos”. El tratamiento fue largo. La enfermedad parecía tener la fortaleza de su cuerpo grande. El tratamiento para doblegarla duró más de seis años. Lo hizo mientras seguía manejando su camión por la ruta. La quimioterapia le provocaba grandes descomposturas y lo hacía vomitar al costado del camino. “Camionero borracho”, le gritaban desde los otros autos.

Mirta Penela “Cuando comencé con las sesiones de rayos iba con mi historia clínica. Me presentaba antes los médicos. Decía cuántos años tenía, cuántos hijos. Yo tengo tres hijos y los tres tomaron la teta hasta los seis meses. Mi abuela se murió hace siete meses. De vieja. Veinte días antes de morirse empezó a decir: “Bueno, ya está. Ya me cansé”. Se murió de vieja. Mi mamá está re-bien. Lo único que tiene es una rodilla más o menos. Yo nunca fumé. No me drogué. No soy alérgica. Siempre me cuidé con la alimentación. Y bueno…me agarró esto. El médico, al principio, me preguntaba: ¿fuma? Y así me hizo varias preguntas para tratar de determinar el porqué de mi enfermedad. A todas respondía que “no”. Entonces me preguntó: “Señora de qué se enfermó usted ¿Tiene plata en el corralito?” También le dije no. Insistió con lo de “qué se enfermó”. Entonces me animé y dije: “yo vivo cerca de una subestación”. Hubo un silencio y suspiró: “ah, puede ser”.

Al principio, creía que yo era la única. De hecho cuando hablaban de ecología pensaba, “esto, por la subestación, debe ser peligroso”. Pero lo veía como un peligro de explosión. Si un día explota, explotamos todos. No había tomado conciencia de lo peligroso que era. Una vez me enteré de que los transformadores cargados con PCB provocan cáncer. Se habían enfermado tres chicos en la escuela. Empecé a leer. Casi al mismo tiempo, ví a Gladys que luchaba denunciando las posibles consecuencias de la subestación en el barrio y pensé: “ah, ésta está hasta las manos. Debe estar enferma”. Pero después me enteré que no lo estaba. Yo viví todo el inicio del movimiento desde la cama porque estaba con el tratamiento. Los veía luchar y ahí me convencí. Sobre todo después cuando empecé a decir que estaba enferma y muchas me empezaron a decir: ¡Ah, pero a mí también me operaron!”