La postal permanece durante años al borde de una biblioteca de Buenos Aires. Cerca de los últimos bastones usados por sus padres. Victoria Verlichak ensaya una bitácora existencial en “Una imagen para soñar” (artexarte) a partir de “La isla de los muertos” de Arnold Böcklin, vista y revista desde los noventa en Berlín, cruzada de esa imaginación teórica que renovó los libros de arte en el nuevo milenio en Argentina.
Como los artistas exploran los límites de lo narrable y visible, allá los libros de Fabio Kacero y Fernanda Laguna, y los críticos ficcionalizan y desacralizan el mundo del arte, acá los de María Gainza y Claudio Iglesias, las imágenes y los textos de los libros de arte hoy estiran la cuerda del juego del arte, que es el juego del mito, el derrumbe y el sueño. Lejos de la adocenada publicación de ocio burguesa, destinada a juntar polvo en la mesita ratona, los actuales libros de arte, en contaminadas y dialógicas plataformas, desde libro-catálogo a los fotolibros, no se limitan a contar la historia, sino que la hacen.
En algunas de las cartas de Fritz Saxl de 1930, el estrecho colaborador de Aby Warburg, y responsable de la edición muy posterior del famoso “Atlas Mnemosyne” (Akal), ya hablaba de esa cualidad, más literaria que científica, para destacar el pensamiento de Warburg, que revolucionó las maneras de mirar. Saxl apelaba a que en las publicaciones de su maestro era tan importante el artículo académico y la reproducción de la obra como “sus aforismos y anotaciones biográficas donde da rienda suelta a su fuerza creadora de lenguajes”. Esta bendita polisemia e intertextualidad es la savia del mercado de libros de arte, fuera del radar de las encuestas y las listas, aún algo inclasificable si pensamos que en la pestaña de Arte y Fotografía de la última Feria del Libro conviven veteranos editores de estas publicaciones con sellos de “primeras infancias”, pero que creció localmente en manos tesoneras, mayor especialización y nuevos ojos ávidos.
“Hubo una explosión desde los noventa, tanto de más personas en escribir sobre arte, como en el interés de los editores. Antes solamente contábamos con libros como “80 años de arte argentino” (1958) de Cayetano Córdova Iturburu, que se reimprimió hasta los ochenta”, comenta María José Herrera, con más de treinta años en la gestión y publicación, y de reconocido paso en el Museo Nacional de Bellas Artes, “todo se profesionalizó mucho en esa década. Por ejemplo, un grupo de investigadores de la UBA fundó el CAIA –Centro Argentino de Investigadores de Arte– y esto resultó exponencial para la cantidad de material producido de historia del arte y su circulación. Y no producen, en general, libros con imágenes. A eso apuntó Jorge Glusberg desde el MNBA y, realmente, llenó un vacío muy grande de la difusión del arte argentino. El Fondo Nacional de las Artes desde sus comienzos también fue y es –NdR. a la espera que continúe– un propulsor. En 2006, con la ley de mecenazgo en CABA, fue otro crecimiento exponencial. Y la teoría del arte no es ajena a estas condiciones. Muchos teóricos se han asociado a diseñadores para que sus libros sean “ediciones artísticas” de pensamiento sobre el arte”, enciende la curadora la mecha del libro de arte entre nosotros, que hizo aumentar la existencia de los tradicionales catálogos, en proceso de modernización, aunque sin llegar tampoco a la moda, ni al circuito coleccionista mundial de libros de arte en formato coffee table book.
Coincide Herrera con la apreciación del exjuez y coleccionista, pero sobre todo protagonista insoslayable del campo artístico a partir del fin de siglo pasado, Gustavo Bruzzone. Co-autor junto a Fabián Lebenglik del largamente esperado, “Arte Argentino de los años noventa. Ensayos, documentos, testimonios y cronologías” (Adriana Hidalgo), que se suma al sello de la influyente colección “Los sentidos”, vuela cápsula del tiempo para entender por qué el contrapelo del arte light, guarango o rosa, dígale lo que guste, sigue picando con la sabiduría del Tao del Arte.
Bruzzone admite que estos escritos de ocaso de centuria son la convergencia de nuevas escrituras sobre arte, una conjunción de saberes que explotaron después de la dictadura y resistían el “escarmiento” neoliberal, que “se dio en paralelo a una transformación de las instituciones de arte que valorarían este cambio. Creo que hay un momento, al menos desde el coleccionismo, pero también desde el arte en general, que es 1989. Hubo un quiebre en cómo era ser artista, cómo eran las instituciones, y esa apuesta fue la que encaró Gumier Maier. Todos los artículos en nuestro libro, hijo de ese tiempo de quiebres en lo mostrable y decible, señalan que artistas que nunca hubieren sido artistas, como Benito Laren o Omar Schiliro, llegaron primero a la galería del Rojas, y luego, a todas las colecciones del mundo ¡Benito hasta tuvo una retrospectiva en el Fortabat! No podían ser artistas en otro contexto, y, sin embargo, lo fueron. Una polifonía que se expandió en los libros y publicaciones”. Y Bruzzone, fundador de la revista ramona, otra ola incontenible editora que aunó voluntades y relatos del arte en la primera década de los dos mil, remarca que en su formación los libros de arte son primordiales, en particular las biografías de los coleccionistas de estilo de “los Vogel, y algo que me influyó de ellos, fue cómo armaron su acervo de pequeños formatos”.
“Me gusta la categoría “libros de arte” porque es difícil de acotar”, refuerza estas derivas el crítico Claudio Iglesias, autor por Mansalva de dos libros que hacen tajos flotando en el rigor histórico y la fábula, “escritos para una valija imaginaria”, “tenemos una tradición de libros de arte que son un poco históricos y un poco ociosos (en el sentido de que se leen por ocio). En cambio, me identifico con esa tradición de libros que pierden un poco su propósito. Me gustaría leer un libro que deambule por la historia del arte”, asevera. Tanto “Genios pobres” y “Diccionario hispanoamericano y peninsular del arte surrealista, ingenuo y maravilloso” son dechados de estrategias narrativas llenas de Alberto Greco, en cuanto la vida misma es un mito. En el último, araña de múltiples patas, con entradas que cuentan las andanzas sudamericanas no tan conocidas de André Bretón a las vidas de artistas de película, Eileen Agar y Carla Witte, Iglesias rescata al surrealismo en el papel del “movimiento vanguardista europeo que más discutió con el canon humanista del colonialismo”, y arriesga la hipótesis de “que el Surrealismo, hasta en su sentido más estricto, es hispano y latino”.
Cero imágenes encontrarán en este libro que en nada se parece al bello visualmente de Mariela Ivanier, “El arte está en casa. 141 mujeres que dan testimonio” (Planeta). Comparten de todos modos esa arena movediza actual del libro de arte aunque, la misma autora, aclara que no considera a éste “testimonial de mujeres creativas” propiamente “un libro de arte. Muchos confesaron que lo usan de diccionario de artistas mujeres, y así saben qué piensan y hacen, pero acá no hay solamente artistas. Creo que habrá un 50% y, la otra mitad, de arquitectas a periodistas. Éste libro, más bien, se levanta en mi paradigma de que vivir con arte te mejora la vida. Lo que pasa es que después lo catalogaron como un libro de arte y, en las librerías, aparece como un libro de arte pero eso le quita capacidad de venta. Porque el segmento del libro de arte es muy pequeño”, confiesa la directora de la agencia de comunicación Verbo y avezada coleccionista. Y más conocida por sus famosos Té de Colección, encuentros casuales en su casa, y en el marco, en paredes, de su potente colección de arte contemporáneo. Un halo de aquel espíritu horizontal y gozoso se contagian en estas páginas plagadas de angustias pandémicas y de las otras, que exhibe sutilmente los distintos posicionamientos en el arte, y corroboraciones inocultables –casi la totalidad de las galerías son manejadas por mujeres–, “yo planteé una manera lúdica de acercarse al arte, que también replica un poco la manera que tengo en los Té de Colección. Me gustaría que a través de “El arte está en casa” se armen puentes entre personas muy diferentes y que, quizás, no tienen nada que ver con el arte”, se ilusiona Ivanier.
En nuestro medio, según editores y libreros, el público incluye coleccionistas, amantes del arte, académicos, estudiantes y personas interesadas en la cultura visual, siendo más bien siendo raro otro tipo de consumidor, a no ser que necesite “¡hacer un buen regalo en Navidad, cumpleaños, reyes, casamientos o Bar Mitzvás!”, bromea Francisco Medail, curador y coordinador editorial de artexarte.
“No persigo la unidad, persigo la diversidad” es una frase de Alfredo Hlito que aparecerá en el próximo libro-catálogo del MNBA, a cargo de María José Herrera, registro de la exposición “Una terca permanencia”. “Yo aquí también hice la curaduría editorial, es decir elegí un tipo de libro para el caso de una exposición de un solo artista, ya fallecido, y que pone al archivo (textos y bocetos) en juego todo el tiempo. Por eso las páginas en las que conviven estos registros, y las vistas de las salas, a modo de carátulas. Obviamente, presenté el proyecto al equipo de la dirección artística, que estuvo de acuerdo con mi opción y realizó sugerencias muy valiosas. Tanto la expo como el libro ponen en diálogo a la obra, sus bocetos, la palabra de Hlito y mi interpretación. Hlito fue un gran teórico del arte y mi deseo fue mostrar esto que parece no haber sido muy percibido a pesar de la cantidad de textos publicados”, señala la autora también del ensayo introductorio en el vistoso libro dedicado a Edgardo Giménez, realizado por Fundación IDA y Malba, “No habrá otro igual”, y centrado en el enorme aporte del artista en el diseño gráfico. Malba, junto a Proa, MNBA y el Moderno, son las instituciones privadas y públicas que mayor producción poseen en el rubro, con tiradas que pueden variar de quinientos a mil ejemplares, y un promedio de diez títulos anuales, repartidos en los tradicionales catálogos, ya reconvertidos en dispositivos que se abren a otros mundos poéticos, de la calidad del superlativo “La Chola Poblete: Ejercicios del llanto” junto a Fernando Noy (Moderno). O surgen colecciones no esperables en un museo, los “Cuadernos” y “Ensayos y Conferencias” de Malba, registro de las conferencias en auditorio de filósofos, escritores y críticos. En países donde los museos y las instituciones padecen la precarización permanente, los libros que producen, además, son boyas iluminando la narración del futuro.
“Abrir la obra textual a diferentes públicos”, resultan los nuevos paradigmas del libro de arte según Gabriela Comte, editora general del Moderno, y asegura que estas publicaciones, antes canonizadas, cambiaron en el mundo entero “a diferentes niveles, incluso, a nivel narrativa. Nuestros libros, por ejemplo, tienen una narración visual que, quizás, no coincide con el guión curatorial plantado en el espacio. Y es un problema lógico ya que no hay manera de reproducir el espacio, en el objeto libro, que trabaja por sucesión de imagen y texto”. Y para asumir esos desafíos el editor de libro de arte, “distinto a su colega literario”, afirma Comte, debe equilibrar la edición con la idea de que el libro sea sustentable. “No podemos hacer cultura a espaldas del mercado. No es quizás lo más habitual en los libros de arte, donde a veces, las ediciones no tienen un cuidado profesional ni artístico. Tenemos publishing, pero no hay aún editores de libro de arte” destaca.
Guido Indij, el gestor cultural detrás de La Marca Editora y Asunto Impreso, junto a su librería de Monserrat, amplía que “ciertamente la edición de libros de arte implica capacidades, tecnologías, y sensibilidades diferentes a la edición de libros literarios o técnicos. Laten los libros de arte entre libros complejos y la poesía. Los libros de arte son los que se vinculan con esa área de la expresión humana; y el editor, pone el mismo cuidado al que el artista pone al contenido, al continente con que llegará al lector”, indica el editor de los clásicos del rubro, “Pop Latino” de Marcos López, “Buena memoria” de Marcelo Brodsky y “Diseño indígena argentino” de Alejandro Fiadone.
Para Sol Correa, editora de la independiente Buchwald, en catálogo Kazimir Malévich, Egon Schiele y la portentosa María Sibylla Merian y “Metamorfosis de los insectos surinameses”, los cambios son más visibles en la manera de “hacer” libros propiamente dicha, y que vienen de la mano del crecimiento de las editoriales artesanales y de proyectos de arte impreso. Buchwald produce en tiradas de cincuenta libros que “comienzan donde todo lo que será”, como su reedición de “El jinete azul”, textos seminales de la revista de Kandinsky de 1911. “Las propuestas tan heterogéneas junto a nuevos espacios de encuentro, como ferias, donde estos proyectos tienen lugar, han diversificado los modos de editar arte en el país. Creo que no son los grandes grupos editoriales los que marcan el ritmo de esos cambios, sino, por el contrario, los proyectos periféricos que, en su necesidad, activan estrategias de producción diferentes”, señala Correa, y adelanta la publicación de la correspondencia de Sophie Taeuber-Arp. Y bosqueja un ideal de libros de arte, “dejan de ser parte del cotidiano y se vuelven discusión coyuntural e, incluso, existencial. Deben generar sorpresa, fascinación y conmoción”.
Para los distintos consultados la vitalidad del mercado del libro de arte de una década atrás, que auguraba un crecimiento imparable del campo de artistas, en conjunción a las exhibiciones y las publicaciones alrededor de sus obras, no mermó sino que se mantuvo a pesar del tobogán del mercado editorial desde 2015, que estos productos sufren con mayor intensidad porque “son libros costosos, que generalmente no alcanzan su nivel de flotación económica”, grafica Guido Indij, y agrega, “y son producidos por editores ‘dedicados’, y muchas veces, por –un puñado de– fundaciones como artexarte, Fundación Larivière, u organismos como la Academia Nacional de Bellas Artes, o Museos como el Moderno o el Malba”.
Y a pesar del apagón editorial más amenazante que nunca –la posible derogación de la Ley 25.542, que protege el ecosistema editorial y garantiza la bibliodiversidad en Argentina–, indican los implicados que sigue siendo crucial para que un artista “venda” contar con una publicación, por más que las redes hagan lo suyo. “Ante la proliferación de dispositivos digitales, el libro se convirtió y devino un soporte experimental, donde su potencia de despliegue, capacidad háptica y objetual lo convirtieron en un objeto físico, saludablemente difuso, por momentos de un grado de afección fetichista”, sostiene Juan Manuel Fiuza, editor y diseñador de los Fotolibros de artexarte, de la fundación de Alfonso y Luz Castillo. Una institución privada que “en tiempos de digitalidades, apostar por la materialidad, por el peso, el espesor y la espesura y la experiencia que promueven los libros físicos, puede ser contraintuitiva. Tal es la apuesta de Luz Castillo en su sección editorial”, valora Fiuza. Pasión mecenas que se emparenta con el Kültur Büro Buenos Aires de Sigismond de Vajay, que editó por su cuenta últimamente valiosos y cuidados materiales de Guillermo Kuitca y Jorge Miño, entre otros.
“Las redes nos han pasado por arriba a los editores de papel”, enfatiza Gabriela Comte, desde el Moderno, y evalúa la trascendental innovación cultural de que “a los artistas ahora les interesa muchísimo la producción de conocimiento sobre su obra, más que simplemente un cúmulo de fotos y epígrafes impresos lujosamente. Por eso nosotros abrimos el juego y llamamos a distintos colaboradores, y no los habituales reseñistas de arte, porque la idea es producir conocimiento. Nuestro museo público tiene la misión, en muestras y libros, de producir conocimiento. Entonces el libro de Elba Bairon no es de la artista, en parte tampoco de la muestra que pasó, sino que es sobre Elba Bairon”. Y explica que para “Sin título” (Moderno) se recurrió a la crítica Laura Isola junto a la escritora Magalí Etchebarne. Diferentes, entonces, a los habituales curadores, o directores, y para los libros de Mildred Burton y Eduardo Basualdo, se convocó a Mariana Enríquez. Además, en otro gesto de diversidad y originalidad, el Moderno edita “en distintas medidas y diseños, ya que cada libro es como una escultura única que la gente se lleva a la casa”, rubrica la experimentada editora. Libros como el de Burton, que se agotaron al igual que el de Liliana Maresca, y que aportan al financiamiento del museo a través de la venta en la Tienda, gestionada por la asociación de amigos. Las contemporáneas publicaciones de museos así producen rizomáticos sentidos que representan la institución, su personal y al campo cultural abierto, contribuyen a la autoridad, financiamiento y agencia del Museo, que más que simples catálogos, involucran al público y, en el caso del Moderno, “dan a conocer a los artistas argentinos, que es nuestra función como institución pública. Después, los libros generan otras curiosidades y sensibilidades. Hace poco vino un funcionario, y me dijo que había llegado a su despacho el libro de Alberto Goldenstein, y estaba maravillado con ese artista, del cual nada sabía. Cuando ocurre ese tipo de cosas, ya estamos hechos”, asevera Comte.
Otro punto en común de los editores, que vienen del campo duro editorial, el caso de Gabriela Comte, o que tienen un recorrido curatorial en ferias, museos y galerías, por citar a María José Herrera, lo resume Francisco Medail señalando que “reconozco que hay diferencias y hay personas que se encargan de establecer categorizaciones entre los libros de arte, digamos catálogos, ensayos, fotolibros o libros de artista. A mí, en particular, en tiempos de hipersegmentación, no me interesa tanto seguir ahondando en esas diferencias, sino en los puntos que tienen en común: la necesidad de fortalecer la comunidad lectora, leyes de regulación del precio del papel, protección a las pequeñas editoriales y estímulos a la producción editorial”.
Y en la reflexión de estas categorías, que parecen perimidas, y que hachan los estantes de los museos o las cadenas –¿qué clase de libro es el inclasificable “Animalitos del cielo, del infierno y del mar” (Mansalva) de Carmen Iriondo, ilustrado por Fernanda Laguna?–, colabora de acuerdo a Medail “nuestra publicación ‘El hechizo roto’ (artexarte) –porque– propone una lectura crítica del concepto de fotolibro, rompiendo con la mirada moderna y pensarlos en un contexto más amplio. En ese sentido, se profundiza en las distintas funcionalidades del libro de fotografía desde comienzos de siglo XX, y en un conjunto de publicaciones extraartísticas donde la fotografía ocupa un lugar determinante. También se reflexiona sobre la producción de fotolibros contemporáneos y las limitaciones con las que cada editor se encuentra”, cierra.
“Y para terminar como si empezáramos, queremos compartir un secreto más. Así como nos interesa el arte_lin, ese que está por encima y más allá del mundo del arte, quisimos hacer teoría con la experiencia de la calle, y traducir la teoría más académica a la lengua de las locas: deseamos más teoría, historia y literatura popular. Lo que no nos faltan son sueños…Con locura, ambición (:O) y mucho entusiasmo. Nosotras”, son las rimas de bienvenida, a cuatro manos, de Cecilia Palmeiro y Fernanda Laguna en “Mareadas en la marea” (Siglo XXI), al que cabe la lectura lineal de una militante crónica de la revolución feminista del “Ni una menos”. Y, mejor, más revelador, un archilibro que compila varias de las intuiciones espiraladas del arte contemporáneo, y las dimensiones de la escritura sobre éste, del “yolleo” a un cuerpo colectivo.
Libros de arte en las calles, caídos de las mesitas ratonas; algunas veces fotolibros como “Somos el mito” (artexarte) de Luján Agusti; otros “Historias de papel” para infancias, “Un libro para Jacinta” (Moderno) de Josefina Ricotta; o el onírico “Las afueras del mundo” (Asunto Impreso) de Fidel Sclavo y María Negroni. Todos arriba, y abajo, del mundo del arte, en la encomienda vivo-dito de “un dispositivo diseminador de narrativas que pueden ser, en algunos casos, un medio, más que un fin”, redondea el editor de artexarte, Juan Manuel Fiuza. Y en ellos resuenan palabras de Susan Sontag, “sea lo que sea lo que sueñe sobre mi libro, apenas lo recordaré cuando despierte. Escucho el latido de la tierra”.
Y es que la belleza, no sabe, ni se amordaza en tapas duras.